Tuesday, August 01, 2017

Creer en la calle


Cuando una persona va por la calle  puede ir pensando si alguien cree en ella. Es como preguntarse: ¿Quién recibiría con agrado una fotografía mía?... Las perspectivas pueden ser modestas, salvo que se sea un famoso. Cuando han transcurrido varias décadas de vida se recuerdan, de modo divertido, los tiempos de la adolescencia y, quizás con algo de envidia, los de la juventud. Ha llovido mucho y han soplado los vientos. Quizás uno ha perdido pelo en la cabeza, o se ha dejado por el camino parte de su flamante dentadura originaria. Incluso puede que le resulte tragicómico su desangelado rostro, reflejado en el espejo por las mañanas.

Creo porque no le veo 
            
Alguien puede ser un tipo equilibrado con una “vida lograda”: una buena situación familiar, profesional y de salud. Otro puede ser un enfermito, o un drogadicto, o considerarse un desgraciado. La mayoría andamos con nuestros logros y nuestras derrotas, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Los más virtuosos tienen la estupenda capacidad de preocuparse más por los suyos que por sí mismos. En cualquier caso nos gusta que nos quieran, que nos consideren, que nos tengan en cuenta. No pocas veces esta natural tendencia se vuelve algo enfermiza, y el propio yo parece convertirse en una especie de agujero negro que pretende tragarse todo lo que le rodea. Pero, a menudo, la vida nos quita muchas tonterías y nos pone en nuestro sitio.

            Es entrañable la seguridad que da tener una buena familia y gozar de la amistad de buenas personas. Es motivo de agradecimient tener unos agradables compañeros de trabajo. Es inteligente, por tanto, intentar ser buen familiar, amigo y compañero. Sin embargo, los demás pueden no correspondernos; defecto en el que también nosotros podemos incurrir. Hay quien piensa que sale más rentable ser un egoísta y, al menos desde el punto de vista financiero, puede que en ocasiones no le falte razón. Pese a todo, el corazón humano no se satisface con una lógica del puro cálculo. El aburrimiento más mortífero acecha cuando no hay un motivo valioso por el que jugarse la vida. Darse a los demás es una necesidad del ser humano, aunque esa genuina tendencia pueda estar sepultada y olvidada en los sótanos del alma.

            La lógica de la creación no es una opción sentimental. Considerarse una carambola genética de un engrudo galáctico no es una muestra de racionalidad, sino una falta de sentido común clamorosa. Agradecer la existencia es algo tan vital como frecuentemente olvidado. Serenarse y admirar una puesta de sol no se reduce al despliegue de un ADN, con o sin gafas, que mira a un fenómeno geológico. Se trata de querer al mundo sobre el que uno está, y admirar al cielo que cubre nuestras cabezas.

            Dios no es el universo ni un trozo de él. Dios es ser de seres, luz de luces, y amor de amores. El hecho de que se le pueda negar es una condición de su realidad. Nadie niega la existencia de una cabra, salvo que esté igual que este benemérito animal. Pero a Dios se le puede negar porque sólo desde la humildad se puede llegar a Él. Aún siendo tan práctica para esta vida y para la otra, la humildad es  muchas veces marginada no por su debilidad, sino por su poderosísima fuerza.


¿Merece la pena confiar?

            Hay muchas razones para creer en Dios: entre otras, como decía el cardenal Newman, creer en uno mismo. La propia vida se torna muy difícil de entender sin un motivo que justifique y cuadre las cuentas de este mundo.
           
Confiamos en que mañana saldrá el sol y, después, volverá la noche. Confiamos en que a un hijo nuestro le irá bien en la vida, algo más incierto e importante que la regular trayectoria solar. Confiar en un Dios al que le importo, es algo todavía más importante pero menos evidente. No es evidente porque Dios no es un hecho ni un dato que yo pueda poseer. Es una fuente de sentido del mundo y de nuestras vidas a la que me tengo que dirigir como tal. “Dios, si existes, quiero creer en Ti, y de paso pedirte que me expliques algunas cosas”; decir esto con sinceridad es empezar a creer. Consiste en dejarse llevar por el campo gravitatorio de su amor y empezar a girar en la órbita de la confianza, en la que uno se siente seguro. Como Dios no es tan sólo un ser trascendente y metafísico, puedo encontrarlo también en lo material y cercano: en la sonrisa de un abuelillo o en un contratiempo que me da la oportunidad de demostrar que mi alma puede sobreponerse a la materia cantando bajo la lluvia, aunque sea por poco tiempo.

            Si Dios existe cree en mí; si yo existo creo en Dios. Puedo estar sano como un roble y robusto como un Sansón; o puedo encontrarme francamente mal. Es posible que saque una oposición de notario o que me echen de un trabajo medianejo. Puede que mi esposa esté enamorada de mí –hablo como hombre que soy- o que me haya abandonado. O simplemente es muy probable que hoy sea un día muy parecido a tantos días que ya pasaron y a tantos que vendrán. Pero si caigo en la cuenta de que Dios me tiene presente y me quiere, la vida ya no es monótona ni insignificante: se llena de sentido y de luz interior. La fragilidad de las circunstancias externas, y sobre todo internas, pueden ocultar parte de esa fantástica luz. Pero, aún lloviendo, sé que pronto saldrá de nuevo el sol. Empieza a escucharse, muy bajito, un rumorcillo interior de alegría. Una corriente discreta que atraviesa el caudal de nuestra alma y que tiene su origen en el Espíritu Santo. Entonces se cobra un buen amor y un buen humor. Se siente la necesidad de ir al compás de un cántico nuevo, de expandirse en el alto voltaje de la Alegría de Dios. Pero pronto vuelve un dolor de cabeza, una impertinencia de un colega o una metedura de pata personal. Y vuelta a empezar, como el sol.

El misterio de lo cotidiano

            Si al despertarnos empezáramos a maullar y no pudiéramos articular palabra alguna, la cosa se pondría sugerente. En otro caso mucho más aventurado de imaginar, si al sonar el despertador sintiéramos la ardorosa necesidad de cantar himnos, la escena sería tan enigmática que probablemente pensaríamos que estábamos soñando. Pero levantarse normalmente, en doliente ritual, acometer un café con tostadas y coger el metro, no resulta particularmente misterioso. Un pintor, sin embargo, puede ver todo de otra manera más atractiva: un mundo de luces y colores que puede llevar al lienzo. Un productor de cine, por su parte, es capaz de imaginar una apasionante persecución de coches en medio de un atasco de tráfico. Los niños, auténticos artistas, inventan juegos de las cosas más prosaicas.

            El mundo se vuelve más interesante cuando lo miro desde algún ángulo creativo. Si veo la realidad como una creación, por muy profundo que mire, nunca agotaré el misterio de su existencia. Cuando la revelación cristiana nos habla de la Redención, también nos está invitando a renovar nuestra visión del mundo como algo creado, como un hogar asombroso e ilusionante, a pesar de sus miserias y desdichas.

            El misterio, término que en latín clásico se denomina “sacramentum”, es insondablemente asombroso en el milagro de la eucaristía. El Verbo divino, dotador de sentido de todas las cosas, se esconde en la sencilla realidad del vino y del pan. La mesa del hogar ha sido convertida en altar del sacrificio de Dios por los hombres. La sangre del Calvario es la divina lejía de lavandero de las almas de los hombres. Lo que significa la fe en este sacramento es de un calibre tan portentoso, que la verdadera adhesión a Él implica necesariamente un cambio profundo de vida.

Al participar en la redención del mundo, de algún modo lo recreamos.  Hacemos así la vida más divina y más profundamente humana, más hermosa. Para los hombres, la existencia no se agota en su mero acontecer. Los hombres y las mujeres tienen que interpretar su vida, “ponerla música, o ritmo o estilo”. Se puede ser ateo y simpático, aunque todavía no he conocido a ninguno. Se puede ser una estupenda actriz de cine y tener una vida matrimonial tormentosa. Es posible tener virtudes humanas y no prestar demasiada atención a un determinada confesión religiosa. Pero lo más asequible, lo más importante, y lo más difícil, es transformar la propia vida en un manantial creativo de belleza moral. Esto requiere una conversión del corazón para la que las solas fuerzas humanas se muestran escasas. Pongamos algunos ejemplos: dar una salida airosa al que mete la pata en público. Esforzarse por ver el lado positivo de un panorama más bien oscuro. Ser capaz de dar la mano a una persona que nos ha ofendido o, lo que aún es más costoso, borrar de la memoria ese agravio. Para todas estas cosas la fe cristiana es una ayuda importante y, en algunas ocasiones, imprescindible. La gran paradoja cristiana es que el corazón humano necesita latir a lo divino y, cuando lo hace, la alegría lo desborda.

Si rezo el Credo a pleno pulmón pero trabajo a medio gas, mi fe corre peligro de desinflarse. Si venero el amor divino pero maltrato el humano, me convierto en fariseo. Si amo a la familia cristiana y contemporizo con la lujuria, corro el peligro de quedarme sin vergüenza y sin familia. Por otra parte: si me cuesta especialmente un trabajo pero pongo esfuerzo en hacerlo, mi doctrina se fortalece, así como mi seguridad laboral. Si mando a hacer gárgaras a un amigo cargante que me pide un favor costoso, pero después le ayudo sobradamente, aumento la amistad humana y la divina. Si he sido débil ante los reclamos de la sensualidad pero pido sinceramente perdón, mi espíritu se hace más humilde y se acerca más a Dios.


En ocasiones podemos encontrarnos poco creativos y algo desanimados. Pueden faltarnos las fuerzas para acometer grandes metas. Quizás es la hora de volver a abrir la ventana y recrearse con el fabuloso espectáculo del mundo. Un mundo que, sin ser muy consciente, espera de mi vida no tanto una proeza como una respuesta afirmativa, sencilla y fiel. La fe cristiana se orienta a dogmas eternos; pero su contenido también se manifiesta en una vida cotidiana, cordial, llena de creatividad y belleza, a pesar de los defectos personales. Cuando la fe se hace vida, el mundo se transforma en algo encantador, en un lugar entrañable y amado. Y cuando se ama el mundo, sin desconocer sus fracturas y carencias, es más fácil creer en su Creador.

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