Pepe pensaba si su mujer era realmente la mujer que él había soñado en la juventud. Estaba casado desde hace veinte años, tenía tres hijos con ella, y acababan de tener una bronca seria. Estaban unidos por la sangre, pero el amor se había reducido notoriamente, si es que no había desaparecido.
María estaba un poco harta de la incompetencia del
marmolillo de su marido. Seguía siendo guapo y simpático, pero era un
despistado con toques de irresponsabilidad. Virginia, la hija mayor, iba a su
bola; al mediano, Antonio, le había entrado el curioso pronto de querer
entregar su vida a Dios; y Gabrielito, el de trece años, estaba con un pavo
insoportable. De los tres, al que más quería era al pequeño. Siempre recordaba
las palabras de sesudos consejeros que le recomendaron abortar el tercer
embarazo, que no pintaba bien. Ella, siempre generosa, no hizo ni pajolero caso
y ahí estaba ahora ese gamberro de chaval dando guerra. Con qué cara podría
mirar a sus otros dos hijos si hubiera eliminado voluntariamente al último.
Solo con la de un enorme arrepentimiento, pero no hacía falta.
Un día de oficina, Pepe recibió una llamada que alteró el
ritmo cardiaco de su corazón. María había tenido una caída grave en una
escalera mecánica, y estaba ingresada en un hospital. No le dieron más datos.
Como una exhalación cogió un taxi y solo pensaba en María, su mujer, su niña
bonita, su vida, su ser más querido. Llorando y rezando, rogaba para que no
fuera grave. Qué contento estaba de que María fuera su mujer, la madre de sus
hijos. Qué alegría le daba haber cortado por lo sano una invitación al cine de
una atractiva compañera de trabajo, dejándole muy claro que eso no iba con él,
mientras le señalaba el anillo.
María, algo anestesiada y mareada, observó que su teléfono
vibraba y atendió la llamada. Su marido acababa de tener un accidente en coche
y le trasladaban en ambulancia. Su Pepe, su amor, su guaperas, su querido
esposo estaba en peligro. Que llantos y angustias de camino para verle.
Al llegar a sendos hospitales Pepe y María, cada uno por su
parte, constataron con estupor que ni el uno ni la otra estaban en los
respectivos centros de salud. Pepe, al salir de su trabajo, no llamó a su mujer
que consideraba en una ambulancia o quirófano. María, dejando al dentista medio
plantado, prefería recibir la noticia de lo ocurrido presencialmente. Ambos
recibieron enseguida una llamada de Virginia, avisándoles de que Gabrielito la
había podido liar, con dos llamadas que se le habían ocurrido al nene. La
indignación, la ira y el enfado monumental de cada uno de los cónyuges parecía
la efervescencia de dos volcanes.
Llegaron al mismo tiempo a casa; marido y mujer se dieron un
abrazo y un beso como hacía bastante tiempo que no lo hacían. Al entrar en la
habitación de Gabriel se lo encontraron llorando desconsoladamente…
-Papá, mamá, perdón... Pensé que ya no os queríais.
José Ignacio Moreno Iturralde
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