En nuestro mundo se
valora mucho la realización personal; lo que también se llama una vida lograda.
Cumplir objetivos profesionales, familiares, sociales, quizás también
deportivos, es algo que a todos nos atrae. Estos logros pueden entenderse como
el despliegue del don recibido de la propia vida, o como una construcción
totalmente autónoma del propio proyecto personal. Son dos maneras muy
diferentes de entender la vida.
Si lo que prima es la autosuficiencia, quien consiga algunas
de sus aspiraciones, si es que alguna vez logra colmarlas, no podrá dar cuenta
de algo nuclearmente humano para lo que no somos autónomos: la confianza en los
demás y en la propia vida. Más tarde o más temprano, el edificio de la
autonomía cerrada acaba por intoxicarse y arruinarse. Si la autonomía se
radicaliza se desarraiga de las raíces de la persona, que nadie se ha dado a sí
mismo.
Hay muchas cosas que no hemos elegido: el día de nuestro
nacimiento, nuestra estatura, nuestros padres y hermanos, entre muchas otras
cosas que suelen ser queridas. La mayor parte de la gente no cambiaría su
familia de origen, y se trata de algo que nos ha tocado, o quizás nos ha caído
del cielo. Generalmente nos ha caído bien.
Cuando entendemos la propia vida como un regalo, de nuestros
padres y de Dios, nos damos más cuenta del gran valor de lo que recibimos.
Recuerdo ahora la vida de un bebé que ha fallecido a los once meses de nacer,
por una enfermedad. Entre dolores y terapias, sonreía y miraba con cariño
inmenso a su madre. La vida de ese chiquillo ha dejado una huella profunda en su familia y también en los que somos
amigos de ella. Puede parecer que su vida se ha malogrado, ya que todos
queríamos que saliera adelante; él también peleó duro por ello. Sin embargo, ese
niño pequeño ha contado con su valiosa condición originaria: su dignidad
humana, el amor de sus padres, su desarmante inocencia, su pasmosa alegría, y
su condición de hijo de Dios al ser bautizado por la bendita fe de sus padres.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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