Recuerdo una persona joven de
extraordinarias notas académicas y de conducta ejemplar. En mi
opinión, eran especialmente destacables sus mofletes; que le habían sido dados
sin mérito alguno por su parte. También en los infantes los mofletes son
entrañables. En todo tipo de niños resultan parecidos y, sin embargo, al formar
parte de un rostro personal, estas simpáticas curvas del rostro adquieren
diferencias, así como las sonrisas que albergan.
Hoy estamos en una sociedad de la
autonomía y de los méritos, en la que una vorágine de actividades parece que no
deja tiempo a la crianza y educación de los más pequeños; es decir: una
sociedad algo enferma que tiene que recuperar el asombro por las montañas, los
bosques, las estrellas, los cuentos del abuelo y las risas de los niños. Algunos
poderosos quieren cambiar esta magia del hogar, tan llena de armonía y diversidad,
por unos slogans sociales algo impersonales: uno de ellos podría ser la
igualdad. Por supuesto que la defensa de la dignidad y derechos de todas las
personas es un imperativo de primer orden. Pero otra cosa es una igualdad
ideológica que arrasa la maravilla de las diferencias que hacen posible la
vida. Resulta paradójico que algunos partidarios de la igualdad sean fervientes
promotores de la industria abortista, que con una tenebrosa ceguera admite la
desigualdad radical de negar la vida a los hijos que vienen de camino.
La libertad es una capacidad fantástica, pero cuando se quiere transformar en autonomía absoluta pretende hacer de todo deseo personal un derecho. Esto, curiosamente, termina por negarnos a nosotros mismos, porque una libertad desarraigada del suelo de nuestra ecología es una
planta que acaba secándose, sin dar fruto. Se trata de un individualismo que
maltrata a la familia, al tiempo que denuncia las necesidades de los más
necesitados del mundo. Lo hace, con frecuencia, tratando de
imponer socialmente conductas igualitarias forzadas. Sin embargo, los que no quieren
aguantar a sus seres más cercanos, suelen ser incapaces de ayudar eficazmente a los
que más sufren. Sólo quien procura estar bien arraigado a los comprometedores
lazos familiares, en lo que está de su parte, puede tener la energía y el amor suficiente para ver en los
demás semejantes a los que se debe ayudar personalmente.
La libertad humilde, que reconoce
sus límites y defectos, está en armonía con el mundo y con los demás. Es una
libertad que reconoce las diferencias y quiere la igualdad de respeto y
desarrollo para todos. Y la quiere desde el amor a la vida, a sus igualdades y
diferencias, como iguales y diferentes son los mofletes que manifiestan la vida y la alegría de los niños.
José Ignacio Moreno Iturralde
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