El sentido de la creación nos
infunde admiración y respeto por la realidad. Cuidaremos a las personas, a los
animales y a las cosas según su respectivo modo de ser, como es lógico. Para
dejarlo más claro: respetaré con esmero a mis padres como a padres muy
queridos, cuidaré de mi perro en tanto que es perro –ni más ni menos-, y
utilizaré las cosas procurando que duren y sirvan. El respeto por la realidad
supone una actitud positiva y noble. Respetar la realidad, especialmente a las
personas, supone también un respeto por uno mismo. Nuestro modo de ser está
profundamente relacionado con el de los demás; así como nuestra felicidad.
Los roces de intereses entre
personas, cuando no los enfrentamientos abiertos, son cuestiones diarias. La
capacidad de comprender a los demás es clave a la hora de resolver los
conflictos. C. Terry Warner[1] explica
muchas cuestiones interesantes a este respecto. Vamos a recordar algunas de las
que ha escrito: Es muy frecuente que percibamos a los demás según unas
entendederas que pueden estar algo deformadas. Es preciso esforzarse por
entender al otro de un modo positivo, como nos gustaría que nos entendieran a
nosotros. Es distinto pensar de alguien que es un desastre, a considerar que ha
tenido un mal día y que es capaz de hacerlo mejor. Este modo animante de
percibir al otro es capaz de motivarle a mejorar, a la vez que nos mejora a
nosotros mismos. No se trata, desde luego, de caer en una ingenuidad que no
llame a las cosas por su nombre y sea negligente respecto a tomar medidas ante
ataques y abusos. Pero es cierto, que bastantes de estas afrentas tienen un
componente muy subjetivo en quien las sufre. Tomarlas con más sencillez y
deportividad vital suele evitar muchos problemas.
Warner va a más: considera que la
práctica del perdón sincero es necesaria para realizarnos como personas. El
perdón a otro requiere un cambio de corazón: verle con ojos nuevos. No sólo se
trata de una actitud muy constructiva para los demás, sino tremendamente
liberadora para quien la práctica. Warner escribe para todo el mundo, pero no
esconde sus creencias. Considera que, dada la historia humana con sus múltiples
problemas, el hecho de que el perdón siga teniendo esa gran eficacia
humanizadora se debe a que procede de una fuente sobrehumana, de Dios.
El citado autor insiste en que, por
lo general, la felicidad no viene de que cambien nuestras circunstancias
externas, sino de que afrontemos nuestras relaciones humanas actuales de un
modo distinto. La llave que abre la solución de nuestros problemas, muchas
veces, no está fuera sino dentro de nosotros mismos.
El respeto está muy relacionado con
la autoridad. Ésta requiere ser impuesta, en ocasiones, de un modo coercitivo;
pero hay otros modos más convincentes a largo plazo. La autoridad de los
padres, por ejemplo, requiere de un respeto a normas de convivencia que se
enseñan a los hijos. Pero lo que más convence, como siempre, es el propio
ejemplo. Cuando los que mandan son los primeros que respetan la convivencia y,
ante todo, a aquellos que están bajo su autoridad, es cuando más necesaria se
aprecia su tarea. Si un matrimonio es fiel, si un profesor es justo, si un
guardia de la circulación es respetuoso, los más jóvenes aprenden a hacer caso
y a valorar la autoridad. Ante todo, porque la juventud es muy sensible ante la
autenticidad de lo que se les dice.
Me parece que acerca del respeto,
como en tantas otras cosas, una virtud clave es la paciencia. En primer lugar,
con nuestra propia conducta. Es frecuente que cometamos errores en el trato con
los demás y esto puede desanimarnos. Lo mismo les ocurre a los otros. Generar
esfuerzos por mejorar el trato suele conllevar a dinámicas de superación y de
alegría. La convivencia con nuestros familiares y amigos es fuente de grandes
satisfacciones. Merece la pena, por tanto, que el afecto a nuestros seres
queridos se enriquezca siempre desde la base del respeto. Este será un modo de
poner las bases de una convivencia más humana y feliz.
La película “Matar a un ruiseñor”, que
hemos citado repetidas veces, relata la
vida de un abogado que tiene que defender a un hombre de color, en una etapa
histórica notoriamente racista de Estados Unidos. Pero otro aspecto muy
interesante de este film es el modo de educar que tiene Atticus, el abogado, a
su hija -Scout- y a su hijo -Jem-. Es interesante fijarse como apoya su
autoridad en el cariño, el razonamiento de los problemas, la comprensión, la
tolerancia y la exigencia. Ciertamente es una película, pero se expone de un
modo muy brillante un ejercicio de educación paterna muy útil y provechoso.
Recuerdo ahora una excursión que
hice con chavales de primer curso de Bachillerato a Toledo. Eran bastante
gamberros. Nada más llegar a tan noble ciudad, uno tiró un petardo en la
estación de tren. Al poco tiempo, otro me enseñó una señal de tráfico que había
cogido de no sé dónde… Le dije que hiciera el favor de devolverla a su sitio.
Otras “jaimitadas” se produjeron a lo largo de la jornada. Como profesor, traté
de capearlas lo mejor que pude. Llegó la hora de comer…en un McDonald. De pronto,
se sentó junto a nosotros una mujer mayor que no estaba en sus cabales y decía
muchas incongruencias. Me alegró observar que todos los alumnos trataron con
comprensión y máximo respeto a esa persona necesitada.
Esta virtud supone bastantes cosas,
como hemos visto en el ejemplo anterior. Por ejemplo: reconocer que todos somos
iguales, aunque en otro sentido también somos distintos. Mediante este esfuerzo
realizamos un aspecto fundamental del hombre: el ser que es capaz de ponerse en
el lugar del otro. Se trata de hacernos cargo de que todos siempre
queremos que nos respeten. Este respeto también se aplica a un cortejo de
aspectos de educación como saber hablar con corrección, comer, comportarse con
elegancia y sencillez...Todo esto, puesto en práctica, da elegancia y
señorío.
Otra dimensión del respeto se
refleja en el vestido. El pudor es algo natural en el hombre. La naturalidad
del ser humano no es la del animal, porque la persona humana es un
ser moral. Cuando se cubren partes del cuerpo para dignificarlo se cubre
algo bueno en sí, pero que podría ser deseado por otro fuera de lugar y de
tiempo. Si a la corporalidad humana se la despoja de su intimidad personal para
convertirla en espectáculo, objeto de mercado publicitario o cinematográfico,
estamos tomando a la persona humana como un producto de mercado; la estoy
convirtiendo en un objeto. Esto es deshumanizador.
Respecto al modo de vestir la ropa
puede considerarse a veces como cierta expresión del espíritu. Resulta positivo
intentar, si se puede, vestir bien. Caben aquí, como es lógico, una gran
variedad de gustos para manifestar la alegría de vivir y la educación respecto
a los demás.
José Ignacio Moreno Iturralde
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