Cuentan de Alejandro
Magno que conquistó a mamporro limpio un gran imperio, sin perder una sola batalla. A la vuelta
de la aventura, murió por unas fiebres sin que todo su poder pudiera impedirlo.
Mucho tiempo después Napoleón conquistó gran parte de Europa y, tras llegar a
Moscú, se volvió raudo a su casa quizás porque hacía un frío de bigote. El
emperador corso terminaría sus días, desterrado, en la atlántica isla de Santa
Elena. Tantas veces termina así la gloria humana, inmortalizada en “estatuas
donde cagan las palomas”, en expresión del escritor Francisco Umbral.
Es posible que
muchos campesinos griegos del siglo IV antes de Cristo, o franceses del siglo
XIX, hayan sido bastante más felices que sus egregios gobernantes. Pero no
quisiera hacer una crítica fácil y burda al poder. Es extremadamente importante
que las naciones sean conducidas por personas inteligentes y honradas. Si
alguien puede acceder a esos cargos, estará en situación de hacer un magnífico
servicio social. Sin embargo, la gran mayoría de los seres humanos hemos de
conformarnos con vidas muy normalitas y modestas, sin mucha repercusión social.
Aunque una visión deprimida del que podríamos llamar “hombre pequeño”, puede
ser muy cateta. Cuando una persona asume su pequeñez, con cierto buen humor, se
abre al inmenso panorama de los demás y del mundo entero. Es en ese glorioso
momento, tímidamente atisbado, es cuando un hombre o una mujer se sienten
dueños del mundo, porque han aprendido a liberarse del yugo de un yo muy
pesado. El contorno de la pequeñez, libremente asumida, hace a la persona
abierta a su familia y a su sociedad, estableciendo profundos lazos que van más
allá de la muerte.
No estamos hablando
de conformismos baratos. El hombre que se sabe pequeño actúa en todo lo que
puede y está a su alcance, porque es realista y práctico. La persona que ha
logrado esta sabiduría goza y es feliz en medio de las alegrías y dolores de
este mundo, porque sabe que su pequeñez le hace grande. El cristianismo afirma
a un Dios que se hace niño, y que no deja de insistir en que lo que hagamos a
todos los más pequeños se lo hacemos a Él. Siempre es momento de reanudar con más
salero el camino de la vida. El tiempo es breve, la alegría eterna, y el
panorama inmenso: el que se ve desde la llanura de la propia pequeñez.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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