Wednesday, December 25, 2024

Cuando la vida es luz


El amanecer es discreto, gradual, no se impone súbitamente a la noche. En la naturaleza hay armonía, un profundo respeto a las leyes de los átomos y de las estrellas. Sin embargo, en algunas ocasiones, todo parece venirse abajo: terremotos, tormentas e inundaciones, rompen temporalmente un equilibrio milenario. Pero pronto vuelve a establecerse la calma, y la vida vuelve a abrirse camino.

En la naturaleza humana también hay mucho establecido: conviene saber quiénes somos para actuar con acierto. Rebelarse contra nuestro modo de ser, individual y familiarmente, pese a sus limitaciones, es exponerse a la autodestrucción. El cultivo de nuestra vida requiere de la gratitud y el cuidado del buen agricultor, que recibe los dones del campo y los ayuda a crecer, según lo que son. Pero también tenemos libertad: vivimos cosas tan estupendas como reír y dialogar; pero, por otra parte, experimentamos una fragilidad notoria en nuestra conducta, como acalorarnos con otros viendo un partido de futbol. El equilibrio moral se logra a base de virtudes que abarcan gozos y esfuerzos. Por esto hay algunas personas virtuosas que son auténticas referencias para nosotros. Su vida se transforma en una luz que ilumina nuestros pasos. Con frecuencia se trata de familiares y amigos, que nos estiman y a los que apreciamos. Nos damos cuenta de que el ejemplo de estos semejantes cercanos no es casual, sino que ha pasado por contratiempos y dificultades: noches oscuras que han dado lugar a mañanas espléndidas.

Pasan los años y algunos de nuestros seres queridos fallecen. Ese cataclismo de la muerte desgarra nuestra vida, pero también nos da una lección clave: tenemos que aprovechar bien el tiempo. Es como si la muerte fuera un reseteo de la existencia. Algo hay en nosotros que necesita ser interiormente sanado, transformado, enaltecido, hasta el punto de tener que atravesar la frontera de la muerte. En nuestra vida actual, la interna unión del alma y el cuerpo no es permanentemente estable. El cristianismo enseña que la luz de vida humana plena en caridad y alegría, gloriosa, necesita en su estado definitivo de una resurrección corporal. 

Uno no se explica solo desde sí mismo, sino desde quienes le quieren. El sentido de nuestra vida está antes fuera que dentro de nosotros mismos, y no proviene del puro azar o el sinsentido, sino de una fuente de significado y de amor eterna.

“…Y esa vida era luz para la humanidad; luz que resplandece en las tinieblas” (Juan, 1, 4-5). La Navidad nos muestra que Dios tiene la asombrosa iniciativa de hacerse hombre, hermanándose con nosotros y haciéndonos partícipes de su intimidad. Entonces entendemos quienes somos, vemos nuestra estrella, y podemos reflejar con nuestra vida, libremente, una luz entrañable, valiosa y eficaz.

 

José Ignacio Moreno Iturralde 


          

Saturday, December 14, 2024

La vida de calidad es la caridad


En Alcalá de Henares, desde hace meses, es frecuente ver a grupos de africanos jóvenes, que van de un lado para otro. Hablan en su idioma y usan dispositivos móviles, que parecen tenerles encandilados. Espero muy sinceramente que esta estancia en tierras españolas les sea de mucho provecho.

Hace pocos días, avanzada ya la tarde, pasé por un discreto parque alcalaíno, mientras iba pensando en algunos agobios laborales. En un banco estaba sentado un hombre de color. Mi primera reacción fue la de no prestarle atención, no fuera a ser que me pidiera dinero o alguna otra cosa. Sin embargo, finalmente le saludé, aunque no le conocía de nada. Él me miró y sonrió, se llevó la mano al pecho, e inclinó muy levemente la cabeza, respondiéndome de un modo simpático. No tuve el salero o el corazón, o ambas cosas, para pararme e intentar una conversación con él. Seguí caminando y se me olvidaron mis anteriores problemillas. Me pareció que aquél hombre negro me había enseñado algo de su blanca y luminosa alma africana. Por un segundo, se había establecido un camino de fraternidad entre dos personas de países y culturas muy distintas. Me di cuenta que, tras un ajetreado día de actividades, aquella pequeña situación suponía algo de gran valor, de notable calidad.

En nuestras jornadas hacemos muchas cosas, tenemos una amplia gama de sentimientos, y pensamos en bastantes asuntos, donde en ocasiones –pocas o muchas- puede que no haya un telón de fondo de alegría. Pero si vivimos un auténtico encuentro humano, especialmente un acto libre de ayuda a un semejante, surge en nuestro interior algún decidido brote de felicidad. Cuando queremos verdaderamente; es decir: cuando afirmamos la verdad de otra persona, al margen de nuestros intereses o afectos, entramos en un nivel de vida más alto, más cualificado. Experimentamos una apertura del corazón, donde puede enlazarse lo humano con lo divino. Muchas de nuestras tareas diarias son necesarias, pero cuando adquieren plena categoría, señorío y   calidad es cuando se enfocan hacia el servicio y promoción de los demás, especialmente de nuestros familiares y semejantes más cercanos.

Pienso que la Navidad tiene mucho que ver con todo esto. Que Dios se haya hecho un niño necesitado, es un modo divino de conquistar y elevar el amor humano. En ocasiones las navidades pueden ser nostálgicas, al recordar personas que ya no están con nosotros. Pero las personas buenas que fallecieron están con Dios, en una plenitud de vida muy superior a la que nosotros tenemos ahora; y esto, que requiere de fe y de lógica, puede resultar muy consolador.

Aquél hombre africano, de pocos recursos, me enseñó a redescubrir que la caridad es la auténtica vida de calidad. Esta entrañable reflexión se ve rodeada por tantas limitaciones y precariedades personales y del ambiente que nos rodea. También la gruta de Belén era un sitio muy modesto; pero a la luz de una gran estrella, en el seno de una pobre y maravillosa familia, había nacido la auténtica vida, la misma Caridad que cambió el mundo.

 

José Ignacio Moreno Iturralde


Sunday, December 08, 2024

El origen del razonamiento es la confianza


Entender el pensamiento como una especie de esfera trasparente que nos envuelve la cabeza, ha sido una curiosa reflexión para desconectarnos de la realidad. Que la razón tenga que partir de la autoconciencia para funcionar adecuadamente, fue visto por algunos pensadores destacados como el inicio seguro de un auténtico modo de pensar. Sin embargo, ese camino tan aparentemente coherente nos ha llevado a desconfiar de poder llegar a algo de mucha importancia: la verdad de las cosas y nuestra propia verdad. Tanto es así, que ya hemos llegado a lo que profetizó Chesterton: “llegará un tiempo en que discutamos si el césped es verde”. Si nuestros esquemas mentales configuran la única realidad que nos es asequible, terminamos por creer solo es representaciones mentales, que suelen ser muy subjetivas. Puede que esto parezca muy “auténtico”, pero resulta algo angustioso y francamente triste.

Sin dudar del gran valor de nuestro modo de ser racional, convendría volver a plantearse cuál es su genuina raíz. El encuentro entre el rostro del bebé y su madre no parece particularmente racional, pero es profundamente humano. En la conmoción ante la belleza de un paisaje descansa la mente, precisamente porque no hace falta razonar nada. Si escuchamos la sexta sinfonía de Beethoven, por ejemplo el himno de los pastores, encontramos una magnífica apertura a lo real, que no necesita de ningún razonamiento inicial. Esa armónica belleza es precisamente el inicio del que podremos posteriormente sacar algunas ideas esperanzadoras.

Lo peor que puede hacer el pensamiento es dejar de ser un punto de encuentro con la realidad para encerrarse en un armazón de autosuficiencia. Es así como las ideologías inventan sus delirantes sistemas que, aunque tienen aspectos atractivos, acaban por provocar una montaña de sufrimientos, precisamente por su desajuste con la realidad.

Si el pensamiento se hace mayoritariamente autorreferencial se traiciona a sí mismo, llegando a provocar patologías más o menos acusadas de ansiedad e incluso de locura y desesperación. La razón se convierte en irracional cuando empieza y termina en sí misma. Para razonar con acierto hay que partir de una actitud pre-racional de confianza ante la realidad, en su más pleno y último sentido, que toca a cada uno descubrir. Es así como encontramos la verdad y el bien de lo real. Entonces podemos amar la vida yendo más allá del razonamiento, que no es nuestro inicio ni nuestro único final. Así, pese a las dificultades y dolores de la existencia, se puede encontrar la alegría que tiende a compartirse con los demás.


José Ignacio Moreno Iturralde

Sunday, December 01, 2024

El rostro de una madre



Ver a una madre con su hijo pequeño es siempre entrañable. Esta relación, que refleja tanta delicadeza, es una de las mayores fuerzas que impulsa a vivir a los seres humanos. Cuando lo que se observa es un retrato   de la propia madre, embellecida de valor por el tiempo, uno encuentra lo digno, justo y amable; lo que hace que este mundo merezca la pena.

 

Nacer

Decía Chesterton que la aventura más formidable no es enamorarse, sino nacer. Nada hay más frágil y dependiente que un nacimiento. Sin embargo, se trata de un acontecimiento épico: los esfuerzos de la madre y los apuros del hijo o de la hija hacen desembocar el río de la vida, gestada desde nueve meses antes, en el oleaje del mundo. Y empieza una travesía que, tras la tempestad del parto, da paso a una serenidad ilusionante y profundamente humana: el encuentro de dos miradas que se iluminan mutuamente. Qué importante es una tercera mirada, quizás más asombrada que las otras dos, la del padre. Se pasa entonces a un círculo virtuoso en el que hombre y mujer se ven con una alegría que da un sentido simpático a la vida.

Una madre es económica, sufrida, enérgica y divertida. Su feminidad se acrecienta con la maternidad, que es fuente de una alegría enorme e insospechada en toda su intensidad. La sucesión de inconvenientes y adversidades que plantea la maternidad, suponen los cimientos de un hogar, donde vive la familia. Cuando marido y mujer, con un amor incondicional   abierto al misterio de la vida, hacen de su relación afectiva y efectiva algo creativo, el fruto de los hijos, comienza una novela hecha realidad.

El amor familiar da a los días su propio calendario, aportando sinceridad a las sonrisas, sentido a los dolores, perdón ante los enfados, buen humor ante las limitaciones y tartas en los cumpleaños. La mirada de la madre se mueve desde una perspectiva luminosa que dota al hijo de identidad, seguridad y ganas de comerse el mundo. El padre, consciente del alto valor de su posición, es el protector juguetón de un mundo que empieza a revelar su intenso significado, al mostrarse como una especie de cuento viviente, mágico, porque cosas tan básicas como poner el friegaplatos, planchar las camisas o bajar la basura a la calle, pueden tener su punto de salero.

En la familia se quiere a cada uno por sí mismo. Se vive en un ambiente donde conviven la igualdad y la diferencia, la libertad y el compromiso, la justicia y el amor. El hijo o la hija son algo querido y novedoso, una especie de motores a reacción que hacen desarrollar las relaciones humanas más profundas: filiación, maternidad y paternidad.

Claro que la vida no es fácil; incluso tiene escenas incomprensibles. Hay parejas que quisieran tener hijos y no pueden; pero se trata de matrimonios que pueden ser tanto más maravillosos, cuanto más sepan vivir en un designio misterioso, donde descubran un amor grande que se abre a una ayuda eficaz a sus semejantes.

Es importante también recordar que ser madre o padre no es algo exclusivamente biológico, sino ante todo una entrega amorosa, un darse a los demás. Por este motivo hay personas que pueden ejercer una auténtica paternidad o maternidad espirituales, aunque no estén casados.

 

Pero qué me estás contando

Algunos pensarán que lo dicho anteriormente vale para la película “Qué bello es vivir” de Frank Capra, o para la generación de los baby boom de los sesenta del siglo pasado. Los que así piensan se pueden apoyar en datos sociológicos patentes: estamos en una sociedad donde el divorcio y el aborto están plenamente extendidos. Además, la propia identidad de la familia está abiertamente cuestionada y relativizada. Pero habría que tener el valor de preguntarse: ¿Estos planteamientos nos hacen ser mejores personas, nos hacen ser verdaderamente más felices?

Es evidente que hay situaciones de pareja intolerables, delictivas e insostenibles, que requieren de un tratamiento específico y adecuado. Pero otras muchas rupturas matrimoniales provienen de fisuras previas en el corazón. Entender el amor solamente como un sentimiento es una equivocación, porque el amor es ante todo un acto de la voluntad: un afán por afirmar la identidad de la persona a la que se quiere, aunque se pase por momentos emocionalmente difíciles.

La mentalidad anticonceptiva da pie a una sexualidad centrípeta e infecunda, que repliega la capacidad de amar hacia uno mismo como una pescadilla enroscada. Así las personas se hacen tristes, egoístas, excesivamente pendientes del dinero y del éxito superficial. Pretendiendo ser autónomos e independientes, acaban por estar huérfanos de amor y esclavos de un sistema social que tiene la monotonía y el aburrimiento de las máquinas.

Por otra parte, existen unas relaciones laborales que hacen difícil decidirse a lanzarse a la aventura de formar una familia. Pero lo más lamentable es que hay mucha gente joven con miedo al matrimonio, porque a su alrededor cunde la infidelidad. El mundo parece estar lleno de amores imposibles… Pero quizás esto ocurra para descubrir que sí existe un Amor posible.

El amor se confunde con el enamoramiento cuando no quiere descubrirse la vida como una misión, una vocación, un cohete que surca el rumbo a la eternidad. El amor tiene vocación de permanencia. La mejor sabiduría nos dice que el amor nunca pasa y si pasa no es amor. Los poetas han cantado “te seré fiel por tu amor y te amaré por tu fidelidad”. Benedicto XVI afirmaba que la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo. También lo afirman con su ejemplo multitud de mujeres y hombres de tantas familias felices.

        

Buscar la propia identidad

Hay momentos en los que uno tiene que tomar decisiones importantes, con las que nos jugamos mucho en la vida. Entonces acudimos a nuestras referencias, a nuestras raíces. Buscamos entonces personas que hayan vivido con madurez, con alegría, con defectos luchados y vencidos, con buen humor. Se trata de ese tipo de personas con las que da gusto estar. Gente animante que ha sabido vivir, e incluso morir, con esperanza. Siempre hay alguien así en el paisaje de la vida. Y con mucha frecuencia, algunos de estos personajes son nuestros padres, especialmente las madres porque son nuestro primer hogar.

Una madre ha alimentado, lavado y educado en virtudes a sus hijos. Se ha reído, ha jugado y se ha enfadado con ellos. Les ha dado muchos regalos y algún castigo. Pero, ante todo, les ha querido y, por tanto, les ha enseñado a querer. Y lo que hoy me parece conviene resaltar es que al querer y respetar a su esposo, y viceversa, los padres dan una enorme seguridad a sus hijos. Lo que los niños y niñas más valoran es el amor entre sus padres, incluso más que el cariño que padre o madre tengan directamente sobre ellos.

Este es el gran reto de los padres: hacer creíble a sus hijos que el núcleo de la vida es el amor, no el desengaño; que la verdad es más duradera que la mentira, que la vida es más fuerte que la muerte, que el árbol del bien es más fructífero que el del mal, y que la vida merece la pena, pese a sus problemas y sinsabores.

Para todo esto hemos de redescubrir que nos hace falta el amor divino para saber amar humanamente. Lo mismo que una madre acoge con ternura y confianza a su hijo, podemos acoger la revelación cristiana que nos hace saber que somos seres nuclearmente familiares. Entonces se entiende que ante todo somos hijos o hijas, que los seres humanos somos imagen y semejanza de Dios, y que donde con más facilidad podemos comprobarlo es en el rostro más agradable y querido, el de una madre.

 

José Ignacio Moreno Iturralde