Friday, August 30, 2024

Chesterton y la alegría de vivir


Gilbert K. Chesterton nos ha enseñado a muchos a disfrutar más de la vida porque encontró verdaderos motivos para hacerlo. No le faltaron dificultades: sospecho que su gran ilusión hubiera sido crear una familia numerosa, pero Frances -su mujer-, cuyo mayor sueño “hubiera sido tener siete hijos preciosos”, no pudo tener ninguno. Gilbert, en la escuela, era un chico retraído, callado, y se planteaba la enseñanza de sus profesores de un modo demoledor: “Un señor que no conozco me enseña una cosa que no quiero”. Para hacer justicia a los docentes, completaré la frase con una idea de un amigo “…que no quiero aprender”. Pues bien: aquel muchachote profundo y silencioso, llegó a ser uno de los más grandiosos charlatanes de todos los tiempos. Hablaba de la infancia como de “cien ventanales abiertos” y describía la calle de su niñez diciendo que “toda la calle era feliz”. Polemizaba incansablemente con su hermano porque lo quería, y discutió hasta el paroxismo con Bernard Shaw -paladín de la ortodoxia socialista- porque lo respetaba. Discutió con medio mundo, pero sobre todo lo hizo consigo mismo.

Chesterton encontró el truco para reírse a carcajadas de la vida y no fue una ocurrencia escéptica o amarga: sencillamente se dio cuenta de que el mundo era una paradoja o, lo que es lo mismo, que estaba al revés. Vio con nitidez la superioridad del niño sobre el hombre, de la inocencia sobre el orgullo, de la luz sobre la oscuridad. Optó por una sabia ingenuidad, conocedora de muchas de las aberraciones humanas y de su corto alcance; y esa sabiduría fue la gratitud. Dedujo que si nuestro estado habitual no era el de la alegría, no era por falta de motivos, sino por una extraña deformidad espiritual común. Se dio perfecta cuenta de la inconsistencia y mutilación del mundo por sí mismo, pero al ser inteligente dirigió su mirada a aquello que lo complementa y enaltece, huyendo de la morbosa paletada de rebozarse en las desgracias.

Con una visión de futuro más que notable aseveró, antes de 1936, que el peligro de la familia no estaba en Moscú sino en Manhattan. En tiempos del comienzo del auge de Hitler miró más allá y dijo que el gran problema que nos iba a invadir era la chabacanería. Descubrió extrañas complicidades entre sistemas opuestos; así afirmó que el enemigo común del socialismo duro y del capitalismo salvaje era la familia. Entendió la familia como un lugar incómodo, revigorizante, creativo -con una creatividad interior-, como el reino de la libertad frente a la opresión de la dictadura o la explotación del mercantilismo sin escrúpulos.

Abrazó la fe católica a los cuarenta y ocho años por un motivo básico: “Era la única que aseguraba el perdón de mis pecados”. Sintió en este momento una emancipación mental, una nueva panorámica abierta. Su conversión al cristianismo, después de muchas búsquedas y etapas espirituales, le hizo comprender que el mundo era como la casa de su padre, donde realizó una de las tareas más importantes de su vida: hacer teatrillos de guiñol; es decir: disfrutar creando. Entendió la Cruz de Cristo como el baluarte de las alegrías humanas, porque supo ver en ella el árbol de la vida.

Luchó pacíficamente por la justicia social y habló de una distribución audaz de la riqueza. Empedernido demócrata, puso sin compasión el dedo en las purulentas llagas de las oligarquías capitalistas. En una ocasión al ver rapar la melena pelirroja de una niña pobre, por temor a infección en un colegio estatal inglés, reventó de rabia y quiso prender fuego con esa cabellera a la moderna civilización industrial, que hacía algo que solo una madre estaba autorizada a hacer.

La embestida contra la familia y la dignidad humana quizás es hoy más grave, en algunos aspectos. Las condiciones infrahumanas de cientos de millones de personas, entrado el siglo XXI, la muerte de incontables seres humanos por el aborto voluntario -considerado por algunos como un derecho-, las guerras que ensombrecen nuestro mundo, y el encumbramiento de la necedad en sectores de la comunicación y de la política no pintan un panorama muy consolador. Hacen falta nuevos Chesterton que sepan vivir con alegría en este mundo, amándolo apasionadamente, y tengan el suficiente coraje para batirse el cobre por una mejora de la humanidad; es decir: del vecino. Chesterton vivió con alegría y esperanza por su mente clarividente, pero también por un corazón privilegiado que supo ver con diamantina nitidez, como él decía, que “la vida es una novela donde los personajes pueden encontrarse con su Autor”.

 

José Ignacio Moreno Iturralde

P.D. Este artículo fue publicado en la revista Perkeo, del Colegio Tajamar, en diciembre de 2004. He hecho ahora algunas actualizaciones.                       


Wednesday, August 28, 2024

Una explicación del fanatismo

El fanatismo puede ser considerado como un cierto tipo de activismo de la razón y de la voluntad. Para muchas cosas la acción es necesaria, pero un exceso de ella resulta negativo. Un ejemplo de esto se da, por ejemplo, en el trabajo. De modo análogo, es muy respetable tener ideas propias y defenderlas, pero resulta un abuso querer imponerlas a los demás. Esto es compatible con la existencia de leyes comunes para todos, que se apliquen por necesidad social, aunque haya quienes no las quieran admitir.

El fanatismo supone dar prioridad a las ideas sobre las personas, llegando incluso a lesionar derechos fundamentales de mujeres y de hombres. El fanático ha perdido parte de su identidad cediéndola a sus consignas de grupo. Tal actitud es una manifestación del error de dar prioridad al hacer sobre el ser. El activista radicalizado puede hacer mucho, pero es poco consistente como persona.

Respecto a la religión, es interesante destacar que el fanatismo es lo opuesto al cristianismo. Según el cristianismo el Verbo de Dios -la Palabra de Dios- se ha encarnado en un hombre, en Jesucristo. Esto supone que el verdadero cristiano respeta siempre a las personas, sean cuales sean sus convicciones religiosas. Otro asunto son los desaciertos históricos que algunos cristianos hayan cometido al respecto, lo que no puede hacer olvidar la inmensa multitud de aciertos de muchas otras personas cristianas. Ante todo, hay que considerar el ejemplo sublime de la vida de Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, que es, entre otras cosas, el único fundador de una religión que ha pedido a sus discípulos que perdonen a sus enemigos y recen por ellos, como Él mismo hizo cuando injustamente le mataban.


José Ignacio Moreno Iturralde

 

Thursday, August 22, 2024

El sentido de la muerte da más valor a la vida


Hablar de la muerte es algo que se nos antoja desagradable y de mal gusto, aunque es cotidiano escuchar en las noticias que unas personas han muerto en tal situación o en tal otra… Estos hechos nos dejan un tanto tristes o perplejos, pero el río de la vida nos hace circular hacia otros requerimientos más cercanos y atractivos.

Realmente, la muerte es una bofetada a la vida, algo que se nos puede presentar como horrible y sin sentido. Cuando se trata del fallecimiento de un ser querido, el problema cobra además una gran intensidad emocional. Pero dentro del drama que supone perder a un familiar cercano, o a un buen amigo, subyace una interpretación profundamente humana. Entonces recordamos el tiempo que vivimos con esta persona, lo que nos reímos o enfadamos con ella, lo que nos enseñó, o el cariño con el que nos cuidó. Nos damos cuenta de qué es lo más esencial, lo verdaderamente importante, en la existencia de un ser humano.

En cierto modo, la muerte nos hermana. Sea cual sean nuestras diferencias encontramos esta fuerte experiencia común, y esto puede ayudarnos a tener más unidad y comprensión entre nosotros. El final de la vida supone que tenemos un tiempo: sin la muerte, como decía el filósofo Rafael Alvira, daría igual hacer una cosa bien o mal, hacerla hoy o mañana, o dejarla sin hacer. La muerte es un referente moral.

La versión de un conformismo materialista de la muerte es insuficiente. Tenemos un enorme deseo de vivir para siempre y la muerte puede que no sea el problema, sino la solución. Las teorías filosóficas sobre la inmortalidad del alma, como las de Platón o Tomás de Aquino, son dignas de estudiarse, pero ahora puede ser más oportuno recordar a personas a las que hemos visto vivir con alegría y morir con esperanza; incluso, en ocasiones excepcionales, con buen humor. Éstas son lecciones, que se nos quedan profundamente grabadas en nuestro interior, y nos sirven como valiosas referencias en nuestra vida.

La explicación cristiana de la muerte se muestra con la Resurrección de Cristo, un hombre que es Dios. Este hecho central de la historia tiene un componente de fe, de don divino, pero está avalado por hechos históricos de comprobada solidez y coherencia. Además, la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret nos invitan a un estilo de vida de entrega a los demás, lleno de sentido, alegría y renovación interior. Podría decirse que la lógica de ayudar a los demás forma parte de la lógica de la resurrección.

La vida después de la muerte supone también un acto de justicia ante la historia y ante cada persona, pues si todo acabara con la muerte se caería en el sinsentido, entre otros, de millones de personas inocentes vilmente asesinadas. Pensar que el final de un criminal y de alguien honrado es el mismo supondría un absurdo monstruoso y el absurdo, por sí mismo, es incapaz de generar nada.

La muerte es un acontecimiento de la vida; pero la vida no es un acontecimiento de la muerte. Se trata de una dolorosa solución para una rotura del espíritu humano. El pecado original, el querer ser como dioses para nosotros mismos, es una deformación sanada por una solución asombrosamente original: la de un Dios que se hace hombre y -como escuché- hace suya nuestra muerte para darnos su Vida: una vida eterna. Un tipo de existencia de la que San Pablo afirma que: «Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado y nadie ha imaginado lo que Dios tiene preparado para aquellos que lo aman» ( 1 Cor, 2-9).

La vida eterna empieza ya ahora, especialmente con la caridad, con la ayuda al prójimo o al próximo, que es lo mismo. Por esto, una persona que se sabe hijo o hija de Dios no tiene ni miedo a la vida ni miedo a la muerte, aunque el final de nuestra existencia en este mundo nos cause un lógico respeto. Por otra parte, la nostalgia de los seres queridos ya fallecidos, puede aliviarse por la certeza de que, al estar en Dios, tienen una inefable y real cercanía a nosotros.

El sentido de la muerte cristiano, el más profundamente humano, refuerza y da un inmenso valor a nuestra vida de cada día, dándonos una guía para ser mejores personas.


José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, August 21, 2024

La esclavitud del divorcio provocado


Al leer cosas sobre historia antigua, resulta llamativa la extensión y legitimidad que tuvo la esclavitud. Es tremenda la realidad de seres humanos que durante milenios se han visto privados de su libertad, de su capacidad de elegir los compromisos que hubieran querido tener para forjar su futuro; entre ellos, el formar una familia. Por tanto, la esclavitud no supone no tener compromisos, sino adquirir los que uno libremente quiere. Estos compromisos requieren responsabilidad y coherencia.

Entre las realidades más genuinamente humanas, destaca la familia. Todos somos hijos o hijas, y bastantes hemos experimentado el amor incondicional de nuestros padres. Esto ha dado seguridad a nuestras vidas. Actualmente estamos asistiendo a una multiplicación de divorcios, que son vistos por algunos como una liberación. Me parece que esta visión puede estar diametralmente equivocada.

Ciertamente hay situaciones familiares graves que entran en el terreno de los delitos, y no hay que soportarlas sino denunciarlas. También sucede que un cónyuge se ve obligado a aceptar un divorcio por el empeño del otro, que es quien lo provoca. Por otra parte, pueden faltar en un matrimonio condiciones personales indispensables, que convierten ese matrimonio en nulo. En otros casos puede ser recomendable una separación. Todas estas cuestiones son delicadas y asesorables por especialistas. Pero pueden darse otras situaciones, en las que el divorcio se debe a la falta de virtud personal. En el momento en que parece fallar el afecto, “la magia”, parece a algunas y algunos que todo se viene a pique, y que la salida hacia la luz de la libertad es el divorcio. Pero se trata de una luz de bengala, que deja como resultado algo frágil y quemado.

Chesterton, en su libro titulado “La superstición del divorcio”, ve como una auténtica farsa el creerse que puede compartirse la vida con un nuevo cónyuge, cuando se han convivido una buena parte de la existencia con otro anterior. Pese a todo, la falta de felicidad, los defectos de la persona a la que se quería, el enamorarse de otra nueva, u otros problemas de la existencia, pueden llevar a una sensación de angustia y de opresión.

El amor verdadero es el que nos hace ser mejor personas. Siempre recuerdo una lección de mi padre quien decía que el amor nunca pasa y, si pasa, no es amor. El amor tiene vocación de eternidad. Benedicto XVI afirmaba que la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo. La felicidad es un estado emocional, y no es suficiente en sí misma para tomar una decisión tan drástica como una ruptura familiar. La felicidad es la consecuencia indirecta de hacer el bien, que tiene carácter de fin. El compromiso familiar guarda el amor conyugal, que se da entre los esposos y para con los hijos, si se tienen. Los hijos necesitan que sus padres se quieran, para crecer felices y seguros. Esta es la civilización del niño, la que tiene auténtico futuro.

El amor es ante todo un acto de la voluntad, y no solamente un sentimiento pasajero. El amor exige querer a los demás con sus defectos, siempre que tales defectos no supongan desórdenes morales. El cristianismo revela la más alta condición del matrimonio, cuando lo asemeja al amor que Dios tiene con cada uno de nosotros, aunque algunas veces quizás no lo merezcamos.

La unidad familiar es exigente, dura, antipática y repelente en ocasiones. Exige saber pedir perdón y perdonar. Precisamente por eso es épica, heroica y maravillosa. La maternidad y la paternidad suponen una fantástica superación de la feminidad y masculinidad, y establecen una vocación humana fantástica. Por supuesto, esto no quiere decir que haya que casarse necesariamente: existen otros modos de entrega personal.  

Cuando el cristianismo habla de amarse hasta que la muerte nos separe está reivindicando y protegiendo el anhelo más profundo del corazón humano. El matrimonio cristiano, cuna de igualdad, diversidad, y dignidad, convierte en una leyenda preciosa la vida cotidiana de una mujer y de su marido. La libertad de la esposa y el esposo es comprometida y fructífera, aunque los hijos no pudieran llegar, porque el amor -la afirmación de la identidad del semejante- tiene muchas facetas. La caridad, el amor con el que Dios nos ayuda a querer a los demás, supone la perfección de la libertad. Cuando más verdaderamente se ama, se es más libre.

Desembarazarse de los compromisos familiares para satisfacer afectos desnortados, supone ser más esclavo. Consiste en encadenar los compromisos más nobles, que hemos adquirido como personas. Entonces la mente queda confusa y el corazón da vueltas sobre sí mismo, para pronto percibir el tremendo error de haber tirado tanta cosa preciosa por la ventana.

Cuando digo esto, quiero hacerlo con total respeto y comprensión a todo el mundo, por la cuenta que me trae, y sin afán de herir a nadie. Cualquiera que sea nuestra situación, por difícil y retorcida que parezca, tiene remedio, si queremos buscarlo y nos dejamos asesorar por personas de categoría moral y criterio, que merezcan nuestra confianza. Pero quiero defender la unidad del matrimonio entre la mujer y el hombre porque detecto la expansión de una  mentira que consiste en pensar que romper la familia es una liberación, cuando es una esclavitud.

Estamos hechos para un amor grande, sacrificado, abierto a la vida, donde los hijos se sienten felices de ser queridos por sus padres. Este es el   mundo lleno de auténtica libertad y de alegría.


José Ignacio Moreno Iturralde

Tuesday, August 20, 2024

Todo ser humano... es humano, y merece un respeto

Entre ser y no ser, no cabe el término medio. Otra cosa cierta es que hay muchos modos de ser; uno de ellos es el humano. Por tanto, no se puede ser humano a medias.

La dignidad humana, desde diversas perspectivas, reconoce el valor de cada vida de uno de nuestros semejantes. Este valor incondicional se basa en nuestra peculiar identidad, capaz de construir la propia vida, hasta cierto punto, con libertad. De este modo, cada ser humano es único, irrepetible.

Un enfermo que ha perdido su conciencia o una persona mayor con severos límites de autonomía, no dejan de ser humanos. Del mismo modo, un ser humano en gestación no deja de ser humano. Reducir la dignidad humana a los momentos de plenitud y salud supone adulterar por completo el concepto de dignidad.

Las causas tienen estrecha relación con los efectos que producen. Cuando sale el sol tenemos luz natural, que disminuye notablemente con la llegada de la noche. Si nuestro modo de ser humano es libre y racional -capaz de conocer ideas o leyes-, no puede tener un origen exclusivamente bioquímico y fisiológico, por muy unida que nuestra mente lo esté con el cuerpo. Somos seres capaces de salir de nosotros mismos y de ponernos en el lugar de la realidad, especialmente de los demás. Está capacidad humana es propia de un ser que, además de material, es al mismo tiempo espiritual. Este razonamiento conduce, para quien no tenga prejuicios a la hora de pensar, a un origen espiritual del ser humano, superior a toda materia. Esto realza el valor y la dignidad de todo ser humano, enlazando nuestras vidas y haciéndonos responsables unos de otros.

Una sociedad más justa, honrada y humana, constituye un mundo en el que todo ser humano es valorado, acogido y cuidado, pese a los esfuerzos que esto comparte. Limitar la identidad de ser humano a los que tienen fuerza y capacidad de decisión, supone deshumanizarnos. Ayudar a cada uno y a cada una en el camino de su vida, sabiendo que todo ser humano merece un respeto, fomenta una cultura del cuidado en la que se basa un verdadero progreso.


José Ignacio Moreno Iturralde

 

Monday, August 19, 2024

Solo si sé quién soy, actuaré con acierto


Hace un tiempo trajeron a mi casa un cachorro de braco, un perro de caza. Ya tenía unos cuantos meses, estaba asustado, y no parecía agradecer demasiado mimos y caricias. Entre azulejos de piso, aquel perrillo estaba despistado y algo triste. El braco era de un amigo mío, y se fue con él. Varios meses después, dando una vuelta con su dueño, vi a aquél perro en el campo. Daba gozo verle retozar y correr en su ambiente. Ahora estaba en su medio, desplegando su veloz e intrépida naturaleza.

Los seres humanos, a diferencia de los bracos, tenemos razón y libertad moral, pero también somos dotados con un peculiar modo de ser. Por muy distintos y distintas que seamos, nadie cuerdo quiere ser un fracasado o un infeliz. A diferencia del perro, podemos aceptar o no nuestra vida, pero suele ser más realista y provechoso hacerlo, aunque queramos mejorar nuestro entorno y, ante todo, a nosotros mismos. Es cierto que podemos tener enfermedades o limitaciones que impidan desarrollar algunos de nuestros sueños. Pero lo que siempre es asequible, y admirable, es vivir nuestra vida cotidiana con empeño de hacerlo bien. Tantas veces, lo que ha hecho memorables las vidas de mujeres y hombres ha sido precisamente afrontar limites o situaciones que no esperaban.

Solemos admirar a las personas generosas, alegres y optimistas. Muchas veces son así no porque tengan todos sus deseos satisfechos, sino porque saben vivir y, por tanto, saben querer. Tienen buenas relaciones con quienes les rodean y esto, que siempre es más o menos costoso, les otorga una serena felicidad.

Querer conseguir nuestros sueños puede ser muy positivo, aunque no siempre sea posible. Pero lo que es una falta de sentido común notable es actuar de un modo distinto a lo que somos. Una persona se construye a sí misma con sus actos, pero hasta cierto punto. Pensar que nuestros deseos son razón suficiente para redefinir absolutamente nuestra identidad es la lógica de un loco. Un egoísta agudo, por mucho que se empeñe, nunca será feliz; como tampoco podrá serlo quien desconozca sus límites más elementales.

Nuestra realidad es una donación: nadie ha sido consultado para existir. Son muchas las cosas y personas que no hemos elegido; y precisamente entre ellas se cuentan los seres que más queremos, como suele ocurrir respecto a las madres. De modo contrario a lo anterior, las llamadas ideologías se oponen al respeto a los demás y, por tanto, a uno mismo. Las ideologías son pensamientos o deseos enfermizos que rompen nuestra unidad y nuestra armonía con la realidad. El nazismo o el comunismo, siguiendo sus proyectos, llegaron a los más execrables crímenes contra la humanidad. Y esto sucedió porque, aun teniendo razón en algunas de sus propuestas, sus sistemas opuestos coincidían en un odio inhumano a los que consideraban enemigos. Una nueva filosofía de la sospecha, la ideología woke, parece tener cierto éxito actualmente. Se trata de una especie de neomarxismo que intenta alertar a todos los que sufren marginaciones, de que la culpa proviene de un sistema social perverso y explotador. Sus planteamientos son netamente materialistas y favorables a la violencia como palanca de cambio social. Respecto a estas ideas, cabe reconocer que hay explotaciones y marginaciones injustas, que hay que erradicar. Sin embargo, lo grave del movimiento woke es que basa las relaciones cívicas sobre la desconfianza y la revancha, poniendo en jaque la naturaleza social del hombre

Por otra parte, la relativización y la demolición de la familia entendida como la unión de una mujer y un hombre abierta a la posibilidad de tener hijos, no es ningún avance sino un retroceso monumental. Nuestra condición nativa es la de ser hijos o hijas y esto requiere, necesaria y naturalmente, de la existencia de los padres. Hasta hace muy poco casi nadie ponía esto en duda; pero ya no ocurre así. La libertad, en vez de considerarse una facultad de la persona, se ha confundido con la persona misma: esto produce el efecto devastador de una pescadilla que se muerde la cola.

La ruptura de la familia lleva consigo la ruptura de uno mismo; de tal modo que, dicho sea esto con absoluto respeto a la dignidad de todas las personas, ahora se considera que cada persona tiene el sexo que quiera tener, lo cual no coincide con la realidad. El transhumanismo va más allá, y sueña con los ciborgs -una mezcla entre ser humano y ser tecnológico-: dicen que es la hora de que el hombre lidere el proceso de su propia evolución. Alucinados con el progreso, no saben bien hacia donde se dirigen porque no reconocen sus raíces y, por este motivo, no podrán dar un buen fruto.

Actuar poniendo en juego nuestra libertad es importantísimo, pero pretender progresar individual y socialmente, al margen de lo que somos de partida, es un error de cálculo espantoso. Nos desarrollamos con nuestras acciones, pero es una necedad olvidar nuestro modo de ser humanos y lo que nos hace ser mejores personas. Cuando nos maravillamos de nuestra existencia, apuntamos a un origen que va más allá de nosotros mismos, y esto engrandece e ilumina el panorama de nuestra vida. Hacer está muy bien, pero lo importante es ser personalmente mejores, y solo lo seremos si admitimos un principio de nuestra auténtica libertad: el obrar sigue al ser. Aquel perro braco era lo que es… y estaba tan pancho. Nosotros, por ser personas, necesitamos aceptar nuestra vida y esto supone el esfuerzo de posicionarse desde unos límites humanos, requisito indispensable para poder actuar con acierto y aspirar a ser verdaderamente felices.


José Ignacio Moreno Iturralde

Sunday, August 18, 2024

Nuestro yo más profundo es una ventana abierta a Dios


Situarse por encima de estados emocionales es una manifestación de autodominio y, quizás, de madurez. Conseguir controlar, por ejemplo, la euforia o la ira, es algo provechoso para uno mismo y para los demás. Sucede algo análogo, con cuestiones como algún enamoramiento que juzgamos improcedente, por lo que ponemos medios para abandonarlo y evitar su desarrollo.

Por otra parte, somos algo más que nuestros pensamientos: en ocasiones nos damos cuenta de que nos invaden ideas tóxicas o negativas, que haremos bien en cambiar por otras que nos den paz, ánimo, y nos hagan ser mejores. En otro terreno, un esfuerzo sostenido por la voluntad puede ser dejado a un lado, si nos percatamos de que se trata de una cabezonería o un puro voluntarismo. Respecto al empleo de la libertad, podemos entender que esta estupenda propiedad no es un fin para sí misma. Ser libres se orienta a elegir lo que estimamos más adecuado; no se es más libre si uno no elige nada: esto sería precisamente la negación de la libertad.

Todo lo dicho prueba que somos capaces de estar, en cierta medida, por encima de nuestras facultades sensibles, e incluso racionales. Esto es posible porque hay un núcleo personal, que se desarrolla en todas las facultades antes descritas, y en otras, pero que es superior a ellas. Este centro de la persona no es algo que nosotros hagamos, sino algo que nos es dado. Es decir, nuestro ser más profundo es una donación, no un logro. Tal regalo solo puede provenir de alguien con capacidad de crear un ser con una dimensión espiritual -capaz de superarse a sí mismo-. Por esto, puede decirse que nuestro yo más profundo es una ventana abierta a Dios.

Estamos constituidos para el conocimiento, la libertad, el amor y la coexistencia con los demás: estas características fundantes de nuestro ser personal -que Leonardo Polo llama trascendentales de la persona- son anteriores a las capacidades y actos a través de las cuales se van a desarrollar. Estas propiedades nucleares iniciales no las hemos elegido; pero podemos encaminarlas hacia sus fines con acierto a lo largo de la vida, o desviarlas y deformarlas.

El ámbito emocional y racional es algo rotundamente humano, que ejercitaremos en la vida. Pero conviene tener en cuenta lo siguiente: es un error grave entendernos como un conjunto de sentimientos, incluso de capacidades, que no tuvieran más remedio que seguir sus impulsos para ser felices. Un ser humano es alguien con una profunda interioridad, que puede modelar su razón, voluntad y corazón de acuerdo a un modo de ser que nos ha sido donado. De este modo es como puede lograrse una actuación hacia una vida plenamente humana y feliz, con los altibajos propios de nuestra existencia.


José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, August 14, 2024

Felicidad y criterio de conducta


 Hay etapas fantásticas de la vida en las que uno se siente profundamente feliz, quizás sin darse mucha cuenta. En muchas ocasiones, la infancia es una de esos periodos estupendos de nuestra existencia. Con el paso del tiempo, uno se va dando cuenta de la cantidad de sacrificios que nuestros padres han hecho por nosotros; pero es posible que no siempre han sido felices haciéndolos.

Nos damos cuenta de que buscamos metas o fines que merezcan la pena. Esto comporta esfuerzos, y es lógico que haya momentos en los que lo pasemos mal, aunque estemos haciendo lo correcto.

Pienso que para entender la felicidad hay que ponerla en relación con el bien, que tiene carácter de fin. Lo importante es buscar hacer el bien. La felicidad es la posible satisfacción de haber hecho lo debido. Buscar siempre la felicidad en directo es una equivocación. Conviene tener esto en cuenta, porque puede suceder que una persona adulta, con compromisos importantes -por ejemplo, familiares-, pase por momentos en los que no se sienta feliz en absoluto. Entonces podría pensar que se ha equivocado en sus elecciones, que ese no es el camino y que, por tanto, tiene que abandonar esas ataduras que le pesan como cadenas. Esto, en muchos casos, puede ser un error serio. Lo que nos parecen limitaciones son, frecuentemente, condiciones de posibilidad para ejercer una libertad humana, realista. Desde luego hay algunas situaciones auténticamente espantosas, de las que hay que salir como sea.

Romper vínculos respectivos a las primordiales relaciones humanas –filiación, maternidad, paternidad, conyugalidad- puede llevar a rompernos a nosotros mismos. Nuestros compromisos fundamentales pueden resultarnos costosos como un zapato que nos quedara pequeño. Pero es posible que el problema no esté en el zapato, sino en el pie. La solución no es quedarse descalzo, sino ir al médico -dejarse ayudar-.

El sentimiento de infelicidad debe ser escuchado, atendido, y remediado, si es posible. Pero puede tener su origen en una falta de virtud o de sentido común, o de ambas cosas. Un equipo de futbol es feliz al ganar un torneo, pero antes pasa por muchos momentos de apuro. No es menos cierto que ocurre lo mismo en el deporte de la vida. Además, a diferencia del fútbol, las victorias personales más importantes, las morales, ayudan también a los demás a vencer como personas.

El ser humano es capaz de trascender sus estados emocionales para buscar sus más altos propósitos. Por todo esto, es probable que lo que conviene hacer sea aceptar nuestra propia vida, pensando en el gran bien que hacemos a los demás de esta manera. Cuando actuamos así, parece como si recobráramos nuestra situación en el mundo y la propia felicidad renace. La motivación de pensar en los demás tiene su último fundamento en la relación que nos une con ellos y con Dios, que es quien nos puede dar una motivación última y una ayuda eficaz para superarnos.

La opción del sentimiento por el sentimiento y la del deber por el deber, siendo opuestas, tienen algo importante en común -como afirma Robert Spaemann-: empiezan y terminan en uno mismo. Lo importante es mirar hacia fuera de uno mismo y basar la ética en función de la realidad de las cosas

Es importante ser felices, no cabe duda, pero la felicidad es una vivencia emocional, que no tiene una capacidad suficiente de orientación hacia la verdad. La verdad de nuestra propia vida, a la que se accede por la razón y la confianza, no depende exclusivamente de nosotros. Se trata de un hallazgo que hace que seamos mejores y nos dará, más tarde o más temprano, una felicidad que ni siquiera logramos imaginar.


José Ignacio Moreno Iturralde

Friday, August 09, 2024

Novela "Bohdán, el ucraniano". Para alumnos y alumnas de 4º Filosofía de la ESO


Quería presentaros la breve novela "Bohdán, el ucraniano", escrita como lectura complementaria para alumnos de Filosofía de 4º de la ESO. Se adquiere a través de Amazon. Por si veis oportuno darla a conocer a profesoras y profesores. Muchas gracias por vuestra atención: https://www.amazon.es/dp/B0DBSZHQRP


José Ignacio Moreno Iturralde

Wednesday, August 07, 2024

Un gordo, si es buen padre, le da cien vueltas a un superhéroe


 

La noche de los Reyes Magos es algo mágico, gozoso y familiar. Una infancia feliz es uno de los grandes tesoros de esta vida. El gozo y la seguridad de niños y niñas que se saben queridos y protegidos por sus padres, es algo de un valor incalculable. Esos hijos tienen las referencias más sólidas para lanzarse a la aventura de vivir, porque la familia es la raíz del cariño y de la educación. En la familia hay igualdad y diferencia, justicia y amor, alegrías y enfados. El hogar familiar es el lugar en el que se quiere a cada uno por sí mismo; por esto, querer a la familia es el mejor modo de querer a la humanidad. Pero ese clima familiar, en el que da gusto estar, es consecuencia de la entrega, de la abnegación de padre y madre, de un cariño gozoso y sacrificado de los cónyuges entre sí y para con sus hijos.

La crisis que padece hoy la institución familiar es un grave problema de humanidad y de civilización. Un individualismo acerado se alía con una idea del amor rebajado a un puro sentimiento que, como tal, es pasajero. Ciertamente hay situaciones familiares insostenibles y delictivas. Pero en muchos casos las rupturas familiares nacen del egoísmo y de no entender que la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo, como decía Joseph Ratzinger. Hace falta acoger el amor divino para rejuvenecer y acrecentar el amor humano, porque ésta es la única escuela que asegura que la generosidad y la bondad tendrán la última palabra. Por este motivo el amor nunca pasa y, si pasa, no es amor. Amar supone aprender a convivir, a perdonar, y a pedir perdón. Como es lógico, el matrimonio es algo libre y hay personas que no se casan y pueden vivir una vida generosa, haciendo mucho bien a sus semejantes.

El común acuerdo sobre la identidad del matrimonio y la familia que favorecía socialmente el desarrollo de la misma, ya no existe en la opinión pública de Occidente. Pero el ser humano es profundamente familiar, y tendrá que redescubrir algo que necesita tanto como su corazón. Maternidad, paternidad y filiación son dimensiones fundamentales de nuestro modo de ser. Cualquier madre hace por su hijo lo que haga falta. Si a un gordo español,    mientras ve un partido de fútbol, le dicen que su hija está en peligro, se transforma de inmediato en algo mucho más serio y verdadero que un super héroe. 

Siguen existiendo muchas familias generosas, fieles y ejemplares. Por otra parte, todo aquél que atraviesa problemas familiares puede tener esperanza en algún tipo de solución. Quizás haya que sufrir y esperar hasta llegar a una situación novedosa e insospechadamente positiva. Pero tenemos que redescubrir la grandeza de la familia entendida como la unión entre una mujer y un hombre, abierta a la vida de los hijos. Sólo así existirá la alegría profunda en el corazón de los hombres y de los niños; sólo así podemos ser plenamente humanos. De esta manera los padres y madres seguirán siendo unos auténticos reyes, con la mejor y más simpática de las magias.


José Ignacio Moreno Iturralde

Tuesday, August 06, 2024

Aprender a querer


 

Todo ser humano conoce el mundo y a sí mismo a la vez que comparte su vida con otros semejantes, primordialmente con sus familiares.

La convivencia es una escuela de aprendizaje donde se realiza nuestra dimensión social, al mismo tiempo que nuestros pensamientos y afectos se contrastan con los de otras personas. Parece bastante claro que la felicidad tiene mucho que ver con nuestra capacidad de convivir con los demás. Esta convivencia es una auténtica forja de la personalidad. Sin semejantes la vida es insoportable. También es cierto que ciertas compañías nos pueden resultar una pesadez; y, en alguna ocasión, puede que el pesado sea uno mismo. Nuestros familiares y amigos son para nosotros muy valiosos, pero algunas veces nos cargan. Es entonces cuando se pone de manifiesto nuestra capacidad de querer; es decir: de afirmar la identidad del otro, al margen de nuestros intereses.

Los afectos también tienen que filtrarse por el tamiz de la realidad. No puedo querer a mi padre como si fuera mi abuela, ni a mi madre como si fuera mi hermano. Si me enamoro de la esposa de un amigo, tendré que poner sentido común y distancia para salir de esa situación. Darle exclusivamente al corazón -al ámbito de las emociones y sentimientos- el timón de nuestra conducta es un error grave. La inteligencia entiende la verdad o la falsedad de las cosas. La voluntad quiere esas realidades como bienes, o las rechaza como males. El corazón tiende a unirse con el bien querido, o a aborrecer lo que consideramos malo. El corazón es capaz de amar, que es la actividad[1] que nos puede hacer más felices. Pero hemos de discernir cuáles son los verdaderos amores, y un modo de identificarlos es éste: aquellos que nos hacen ser mejor personas. Puede haber amores rotundamente falsos, que es necesario reprobar.

El corazón tiene motivaciones profundamente relacionadas con la libertad personal. Esto hace que seamos capaces de optar por decisiones que no son fruto exclusivo de la inteligencia. Los compromisos más valiosos que adquirimos no suelen ser obligatorios, sino libres. Es muy interesante escuchar al corazón, siempre que lo que nos pida tenga el visto bueno con la inteligencia. Aunque amar sea más importante que entender, la inteligencia tiene prioridad sobre la voluntad y el corazón. Primero con la cabeza, después con el corazón… Se trata de algo costoso de vivir en algunas ocasiones, pero enormemente beneficioso.

Cuando ejercemos la inteligencia tenemos que darnos cuenta de nuestras limitaciones. Por esto hemos de aprender de personas con más conocimiento y experiencia que nosotros, en las que tengamos confianza.

La fe cristiana añade un engrandecimiento insospechado a la inteligencia y la afectividad humana. Nos lleva a una valoración de los demás desde la perspectiva de Dios. El perdón y la misericordia que el cristianismo nos pide está por encima de nuestras expectativas iniciales y, sin embargo, nos hace más profundamente humanos. A la luz de la vida del Hijo de Dios, nuestra vida cobra una capacidad de querer enorme, lo que es compatible con experimentar en nosotros y en los demás múltiples defectos, quizás para que no nos demos una excesiva importancia. A veces el buen humor está relacionado con el buen humor, y ver el ángulo divertido de algunas limitaciones puede ser algo inteligente y simpático al mismo tiempo.


José Ignacio Moreno Iturralde



[1] El filósofo Leonardo Polo considera que el amor, antes que una actividad, es un trascendental de la persona humana; es decir: una dimensión constitutiva y fundamental de hombres y mujeres.

Monday, August 05, 2024

La sencillez como actitud para el conocimiento




La sencillez puede que no sea tan sencilla. Vamos a poner un ejemplo para ilustrarlo. Supongamos un rectángulo que tiene una cuarta parte pintada de azul. Intentemos dividir la parte que no es azul en dos partes iguales; después en tres partes iguales -estas dos fases son muy fáciles-, y más adelante en cuatro partes iguales -esto ya es más complicado-. En el primer dibujo, esas cuatro partes están representadas con diversos colores.

Para alguien que hubiera logrado la fase anterior, supondría un nuevo reto sería intentar dividir la parte del cuadro no azul en cinco partes iguales… Pero imaginemos que ahora, borrando el anterior, le ponemos otro rectángulo totalmente en blanco. Al llegar a este punto, recuerdo que un joven universitario que había terminado el Grado en Matemáticas con premio extraordinario, se puso algo nervioso haciendo cálculos sin conseguir un resultado. Esto le sucedía porque había dejado de mirar la realidad. Seguía pensando en un rectángulo con una cuarta parte pintada de azul, en vez de darse cuenta de que ahora estaba totalmente vacío. Tenía un auténtico prejuicio que le impedía ver el cambio sencillo que la realidad ahora le ofrecía. La solución era muy sencilla: dividirlo en cinco partes -como vemos en el otro dibujo-.

En ocasiones, nos puede suceder lo que al joven matemático. Nuestras componendas mentales nos impiden ver la realidad con sencillez. Ser sencillo no es suficiente para desentrañar el sentido de las cosas, pero supone el inicio adecuado para el conocimiento.

Uno de los aspectos de la sencillez es el de ser una disposición para adecuar nuestro pensamiento a la realidad. Cuando esto se pierde, cuando casi todo se resuelve según la propia subjetividad e interés, la complejidad se multiplica, y sus consecuencias también.

Es cierto que caben muchas opiniones sobre múltiples aspectos de la realidad. Pero una cosa es entender la opinión como una perspectiva de la realidad, y otra muy distinta es que no hay más realidad ni verdad que lo que mi opinión afirma. Por esto el realismo, la prioridad de la realidad sobre la razón, es la mejor mesa de diálogo y pluralismo.

Con frecuencia nos falta sencillez a la hora de examinar nuestro propio comportamiento y el de los demás. Llamar al pan, pan; y al vino, vino, requiere de sencillez, honradez y fortaleza de juicio.

La sencillez otorga también una gran fortaleza interior porque ayuda a mantener nuestra unidad. Una persona sencilla es más sólida, menos quebradiza. No da excesivas vueltas a las cosas, ni a sí misma: y esto le ayuda a ganar mucho tiempo y eficacia. La sencillez no es una simplicidad paleta y elemental, sino la virtud por la que el sentido del mundo y de la propia vida personal se va esclareciendo cada vez más. Por esto, la sencillez ayuda a ser feliz a quien se esfuerza por vivirla.


José Ignacio Moreno Iturralde

Friday, August 02, 2024

La verdad trasciende a la evidencia

                    

Si alguien nos preguntara si estamos seguros de que nuestra madre lo es realmente, le miraríamos con extrañeza. Y si persiste en su pregunta, probablemente le invitaríamos a que no siguiera por ese camino. Si un novio le exigiera a su novia, o al revés, en varias ocasiones, los tickets de unas compras para verificar la cuantía del gasto, esa relación tiene poco futuro. A las personas a quienes más queremos no les pedimos evidencias. Esto pone de manifiesto que hay verdades, y verdades importantes, que van más allá de lo evidente.

La evidencia, según la Real Academia de la Lengua española, es la certeza clara y manifiesta de la que no se puede dudar. Se trata de una seguridad incontestable acerca de algo, como la que tengo de que estoy respirando aire. Sin embargo, en nuestra sociedad se ponen cada vez más en duda muchas evidencias; y esto ocurre cuando se juegan intereses personales. Un alumno que está copiando puede poner una teatral cara de asombro, si el profesor le pide que le enseñe la cajonera donde tiene una espléndida chuleta. Un futbolista es capaz de propinar una patada notable a un contrincante, e inmediatamente esbozar un gesto de absoluta inocencia. Esto ha ocurrido siempre; pero el mundo actual se pierde cada vez más en un mundo de opiniones, que al interesado le parecen evidentes, porque se ha deteriorado la confianza de llegar a la verdad. Incluso hay quienes niegan rotundamente la existencia de cualquier verdad. El antiguo, lógico y evidente razonamiento que les dice “si niegan la verdad, están diciendo como verdad que no existe la verdad”, parece no convencerles. Quizás sea porque no se trata de un argumento poco emocional, o aburrido, o sencillamente porque no les interesa pensar.

Buscar evidencias es un afán positivo que ha servido para el desarrollo de innumerables y beneficiosas ciencias. Pero reducir el conocimiento humano a lo que es evidente, supone sostener un empirismo que niega incluso las propias bases de toda ciencia experimental. Aunque lo evidente es que las manzanas se caen de un árbol, la ley de la gravedad no es evidente; sin embargo, Newton la formuló, y se trata de una ley real. Afirmar que el alma no existe porque no se ve es algo tan ridículo como pensar que el pensamiento no existe porque tampoco se ve.

Descartes buscó una primera evidencia y la encontró en su famoso “pienso luego existo”. Puede que esto parezca evidente, pero es más verdadero que existo luego pienso. Se trata de algo que puede comprobarse cuando nos despertamos cada mañana. Por cierto, la citada máxima de Descartes “pienso luego existo” no es correcta, porque gracias a que conocemos algo del mundo exterior, somos capaces de pensar en nuestro propio pensamiento…Es decir: porque pienso en algo del mundo exterior a mí, luego soy capaz de pensar en mi propio pensamiento.

La filosofía moderna ha dado una gran importancia a la conciencia. Se trata de un logro positivo siempre que la conciencia no pretenda sustituir a la realidad. Las afirmaciones de algunos líderes políticos actuales parecen pretender construir el mundo con sus afirmaciones, como si no hubiera algo más allá de esos intereses.

La crisis del amor por la verdad ha replegado al hombre en sus circuitos emotivos y psicológicos como si fueran éstas las fuentes de las que manan la única autenticidad aceptable. Por esto también se pierde la noción de qué es un verdadero amor, cuando la respuesta es clara: el que nos hace ser mejor personas.

Algunos hablan de que estamos en “la era de la post verdad”, pero no se trata de una era original. Todos los sofistas que vieron en Sócrates un peligro, ya estaban instalados es la post verdad, hace veinticinco siglos. Siempre que no se quiere afrontar las exigencias de la verdad, hay un repliegue hacia el mundo de afectos e intereses individuales. Se confunden las evidencias con los estados de ánimo, en vez de supeditarlas a un conocimiento de la realidad, independiente de mis emociones.

Mi madre no lo es porque yo quiera, aunque en muchísimos casos ella es una de las verdades que más quiere un hijo o una hija.

 

José Ignacio Moreno Iturralde