Monday, June 29, 2009

El protagonista de la Navidad

El protagonista principal de la Navidad es un niño, un bebé. No es una madre, ni un padre, ni una estrella, ni un mito; sino un niño de carne y hueso, nacido en una familia pobre y en una situación de apuro. Chesterton hablaba de la Navidad como la fiesta de las familias que reviven en sus casas el acontecimiento del que no tuvo una para nacer. El hogar que Dios eligió para mirar por primera vez al mundo con ojos humanos fue un establo, una gruta. Lo que importaba era la familia: ésta es el hogar. El hogar es el corazón del hombre, de todo hombre, no solo de los cristianos. El hogar se constituye cuando los hombres acogen en él a Dios y, como consecuencia, a sí mismos. La crisis de la fidelidad matrimonial no es otra que la desacralización de la familia y, por tanto, de su deshumanización. Acoger a Dios y a los demás por Dios es algo profundamente humano: es la condición necesaria para la fraternidad entre los hombres. Extirpar lo divino del horizonte humano no es ser laico, es ser a-teo; y no se puede exigir en nombre de la democracia que el orden civil de oficial sepultura ciudadana a Dios, del mismo modo que no puede imponerse a los ciudadanos ninguna religión –incluida la cristiana- ni ninguna ideología que ponga en jaque el concepto de mujer, de hombre y de familia, como hoy ocurre a nivel mundial con una fuerza digna de mejor causa.

El cristianismo es la civilización del niño, del más indefenso, del que es amor encarnado, hecho persona. La indefensión e inocencia del bebé contrasta con la potencialidad de su espíritu y de su genética. Un niño es una aventura, una historia abierta al hoy y al mañana, una biografía. Por este motivo un niño es una alegría, aunque no sea una comodidad. El símbolo del cristiano es un crucifijo, pero también lo es una madre con el niño en sus brazos. La vitalidad cristiana acoge tanto la vida como la muerte: sabe que nace para morir y que muere para vivir. Por esto el cristianismo es esperanza y alegría. La historia de la cruz se ha convertido en la historia de la familia. Sin cruz no hay familia; por esto hay quienes quieren eliminar la familia, desnaturalizándola y pervirtiéndola.

Entre las barbaridades de nuestro mundo tecnificado destaca con virulencia la extensión masiva del aborto voluntario. Pasando por auténticas deformaciones mentales se llega a querer que una mujer tenga el derecho de matar al hijo de sus entrañas si así lo considera oportuno. Abortar es matar al niño, matar a la familia, matar a la humanidad. Por muy incómodo que resulte traer un hijo al mundo no puede darse por buena la muerte provocada de un ser humano en su estado de máxima indefensión. La sociedad tiene una grave responsabilidad en la ayuda a la mujer embarazada y necesitada de todo de apoyo humanitario, sanitario y económico.

Un hijo es un gran motivo para vivir, es la mitad del propio corazón. Traer un hijo al mundo es una dicha para sus padres. Un hijo es amor hecho vida. La vida puede entonces convertirse en amor, que es la única manera de que merezca la pena de ser vivida. Lógicamente la maternidad y la paternidad físicas no excluye otros modos de vivir digna y humanamente, que siempre deben tener relación con una entrega sincera al servicio de nuestros semejantes.

Recuperar la sacralidad de toda vida humana es recuperarnos a nosotros mismos. Pienso que no es posible realizarlo tan solo denunciando, como acabo de hacer, atentados contra la vida. Hay que recuperar el sentido de la íntima belleza del mundo y solo podremos encontrarlo desde la aceptación de la propia vida que nos toque vivir. Un niño, salvo no pocos casos dolorosos, suele encajar bien su vida. Sus propios juegos siempre le parecen importantes; no tiene ni medio problema de autoestima; excepto si le faltan sus padres o uno de ellos. Un niño se toma muy en serio a sí mismo; siempre que esté cerca de sus padres.

Aceptar personalmente la vida, en sus etapas más duras, puede ser asumirla interpretando parte de su sentido. La autonomía humana radicalizada no es suficiente. Recuerdo la frase de una embarazada con problemas en la película “Solas”: “yo no quiero que me den la razón, quiero que me digan que mi vida va a cambiar”. No se puede forzar a nadie a creer en Dios pero no se puede arrancarlo de cuajo de nuestro mundo: esto es inhumano porque supone destruir el último baluarte de la esperanza. Se acepta con sentido la vida cuando soy capaz de aceptar en ella una providencialidad, de la que se me escapan muchos factores. La providencialidad es para los hombres porque no niega su libertad, sino que la afirma. La libertad sin providencia desemboca en una absurda lotería de placeres y sufrimientos.

Jesús de Nazaret aceptó plenamente la integridad de su Vida y esto no le fue cómodo en absoluto pero lo hizo porque era el Hijo muy amado[1].
[1] Mt 17, 1-9.


José Ignacio Moreno Iturralde

No comments: