Sunday, February 18, 2007

El milagro del joyero (cuento de Navidad)

Francisco viajaba en coche hacia la sierra. Una nueva urbanización, “El Olmo”, había puesto a la venta sus solares. Lo suyo ya no era un hogar. Ana, su mujer, había fallecido años atrás. Aparecían en la mente del conductor recuerdos luminosos de sus tiempos de feliz matrimonio. Pero con mayor intensidad surgían tristezas de sus años de viudo. Las joyas ya no le ilusionaban. Tampoco apreciaba a su clientela

Llegó a su destino. Un cartel anunciaba: “El Olmo, solares en venta”. Aparcó cerca. Había una caseta vacía. La valla era accesible y la saltó. Empezó a pasear por aquel terreno, lleno de maleza y tomillo. La parcela era amplia. Con el dinero de la venta del piso de Madrid podría construirse un buen chalet. Se oyeron unas campanas; eran las doce de la mañana de un veinticuatro de diciembre. Se sentó en una piedra. Al levantar la mirada vio algo que relucía. Se dirigió hacia allí. -¿Qué piedra tan curiosa? Se dijo. La observó, la tocó y comenzó a escarbar. Su rostro se asombraba. No podía ser cierto, pero sí, aquello lo parecía: ¡Era oro! Sus oficio le daba seguridad. ¡Increíble! La pieza era grande y estaba labrada; parecía una casa en miniatura. Despacio logró irla sacando. Aparecía una rumiante, un labriego, una mujer...¡Era un Belén! Un Belén de oro. Volvió de nuevo al coche con la maravilla.

Con emoción regresó a la ciudad. Al llegar subió a casa, con su secreto. Lavó con agua caliente el belén. El color dorado tenía ahora una tonalidad distinta. Su animó se desplomó al verlo con más detenimiento: Una esquina estaba rota y por dentro había...escayola. ¡Escayola con un baño de oro! Francisco se desplomó sobre la cama. Se había engañado como un crío.

Casi dormido escuchó los villancicos del vecino. Recordó que conservaba la canción “Noche de Paz”. La escuchó serenamente. De improviso le vino a la mente la parábola evangélica del tesoro escondido: aquel relato donde un hombre dejaba todo por conseguir aquella fortuna. Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero no con amargura, sino con paz y alegría. Aún podía trabajar con esmero, tratar bien a sus clientes. Tenía nietos a los que dedicarse; tareas sociales a las que ayudar. Llamó a su hija, con quien no hablaba desde varios meses. Fue a cenar con ella. Aquel Belén resultó ser más valioso que el oro.


José Ignacio Moreno Iturralde

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