Actualmente, en los
sectores educativos, es prioritario innovar. Por supuesto se trata de algo de
gran interés, pero que no sea acosta de perder las raíces o el norte de la
enseñanza.
Los ojos no están hechos
para verse a sí mismos; ni siquiera la inteligencia tiene como fin prioritario entenderse
a sí misma. Hemos nacido para conocer la verdad de las cosas del mundo,
especialmente la de las personas, y precisamente por esto somos también capaces
de irnos conociendo a nosotros mismos.
Un primer requisito de un
buen profesor es que sepa todo lo posible de lo que está enseñando. Cuando
alguien sabe mucho de algo suele resultar interesante. Por supuesto, habrá que
tener en cuenta una buena metodología pedagógica, el uso de tecnologías y el
afán de que los estudiantes adquieran las competencias adecuadas. Pero no se
pueden ningunear el valor de los contenidos, hasta el punto de casi olvidarlos
del discurso y proyecto de mejora educativa. Algunos parecen pensar que
aprender contenidos es simplemente embotellar datos que hay que soltar
maquinalmente en un examen. Es cierto que en ocasiones se ha abusado en este
sentido, pero quisiera decir algo al respecto: Cuando un alumno estudia un
contenido lo hace de un modo personal, lo interioriza de un modo propio y
libre, con más o menos ganas. Los contenidos se convierten en algo personal
cuando se estudian. El hecho de que los datos estén en google o en la IA
-habría que ver con qué fiabilidad-, es compatible con el gran valor del
conocimiento personal de diversos aspectos de la realidad.
Hirsch, en su famoso
libro “La escuela que necesitamos”, desarrolla el concepto de “capital
intelectual”. Lo explicaremos con un ejemplo: si hablo a mis alumnos de la
princesa del Nilo, es muy importante que sepan que el Nilo es un río de Egipto.
Un conocimiento es un puente hacia otro. En la película “El milagro de Ana
Sullivan” una profesora intenta enseñarle un lenguaje de sordomudos a Helen,
una chica que no puede ver, ni oír, ni hablar. En un momento determinado, Ana
le dice a Helen: “sé que con una palabra pondría el mundo en tus manos”. En
esta película, que relata un caso sucedido en la realidad, Helen entiende por
fin que el lenguaje simbólico de las manos en una determinada posición
significa agua. Cuando se da cuenta de esto, despierta al desarrollo de su vida
racional y empieza a preguntar por todo lo que le rodea con un hambre de
conocimiento inaudita, pues ha encontrado la llave de entrada para poder
nombrar y expresar lo que significan las cosas. Ana era una profesora con un
gran corazón, pero muy exigente. Helen era una niña caprichosa y consentida. El
proceso de aprendizaje fue muy duro, y profesora y alumna tuvieron momentos
difíciles. Al final de la película, Helen hace algo insólito: se acerca a Ana y
le da un beso de agradecimiento en el rostro por todo lo que su profesora le ha
enseñado. Ahora, porque entiende, Helen es capaz de querer.
Hay algo muy valioso
detrás de los tan despreciados contenidos: ni más ni menos que la verdad y el
bien de las cosas. Si renunciamos a conocer las múltiples facetas de la
realidad tampoco sabremos quienes somos nosotros mismos. No se trata de imponer
visiones de la vida, sino de cooperar en el descubrimiento de la verdad, algo
exigente, apasionante e ilimitado.
José Ignacio Moreno Iturralde

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