Cuando uno es
niño ve las cosas con ojos de felicidad. Todo es nuevo en un mundo que está por
estrenar. La conciencia de la propia pequeñez y dependencia, se apoya con gusto
en el cariño y la dirección de los padres. Se ven las cosas, aunque con
episodios pasajeros de lloros y berrinches, con una luz blanca natural que hace
la vida grata, llena de juegos y de ilusión. Más adelante hay una búsqueda de
la propia identidad, unida a un cierto espíritu crítico de lo que nos rodea.
Junto a esto, el joven siente deseos de soñar y de hacer con su vida algo
grande. La generosidad y el egoísmo, la verdad y la mentira, entran en pugna; y
cada uno va tomando sus propias decisiones.
La madurez, en
la que ya se conoce algo más de los límites propios y los de la propia vida, es
un periodo más realista, que nunca termina de concluir. Se ponderan los logros
familiares y profesionales, y no es extraño que exista una búsqueda de
experiencias nuevas ante la monotonía de la vida. Una persona que viva con
acierto sabe pensar en los demás, relativizar sus problemas, ser fiel a sus
compromisos, pedir ayuda cuando haga falta, trabajar con empeño, y disfrutar de
las ocasiones que ofrece la vida. Más adelante puede suceder algo novedoso: se llega
a descubrir que lo verdaderamente importante no es que sucedan cosas nuevas,
sino que se vivan con novedad e ilusión las cuestiones normales de cada día. Es
una especie de entrada a una segunda infancia, pero con una luz de más largo
alcance.
La doctrina
cristiana afirma que no es necesario esperar a la ancianidad, para darse cuenta
de que lo verdaderamente importante es saber querer a las personas,
especialmente a nuestros familiares y a nuestros semejantes más necesitados. La
fuerza de la gracia divina, para la persona que procura vivir en ella, da una
dimensión profunda y llena de sentido a nuestra vida cotidiana. Todos los
dolores y adversidades de la vida pueden verse desde la humildad, con el
periscopio de la fe y de la esperanza. Entonces se descubre, incluso en lo
hondo de los valles más amargos, una chispa de la luz de la gloria, para la que
este mundo es solo una precaria antesala.
Hay algo
difícil, pese a ser desarmantemente sencillo: darse cuenta del milagro de la
realidad, situándonos en la perspectiva correcta de la gratitud. Estrenar cada
día, echarle salero a la vida, ejercitar la caridad con Dios y con los demás. Y
cuando no nos salga una a derechas, podemos volvernos a levantarnos como lo
hace el niño, seguro del regazo de su madre y de los brazos de su padre.
José Ignacio
Moreno Iturralde
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