-Saúl: ¡Vente en seguida!
-¿Qué pasa ahora, Ezequiel?
-Nos íbamos a acostar, después de la cena, y una luz inmensa nos ha anunciado el nacimiento del Mesías, el Salvador del mundo. Ha sido mágico, encantador, angelical -Ezequiel no acertaba a describir lo que le había sucedido a su familia de pastores y a otras vecinas, que compartían un descampado donde iban a dormir al raso.
-Mira, Ezequiel, déjame en paz. Estás como una cabra –sentenció Saúl con sequedad.
-¡Qué te digo que es verdad! Ves esa estrella inmensa: los
ángeles nos han dicho que justo debajo encontraremos al niño Dios, recostado en
un pesebre.
-¡Que te vayas! ¡Fuera de aquí! –la dureza de Saúl hizo que Ezequiel se marchara apesadumbrado. Rebeca, la mujer del cascarrabias,
escuchó la conversación y se acercó a su marido…
-Saúl, llévame donde ha dicho Ezequiel. Te lo pido por favor –ante
la mirada de su esposa, el descreído pastor accedió con un gesto de rendición.
La estrella era enorme e iluminaba mucho más que la luna. A los veinte minutos, Saúl y Rebeca llegaron al portal de Belén. Allí estaban, en silencio, Ezequiel y el resto de sus familiares. A los pocos metros, una madre joven abrigaba a su bebé. Su nombre era María y su elegante belleza infundía paz interior. Su esposo, José, miraba ilusionado al niño e invitaba a acercarse algo más a aquél grupo de personas. Rebeca se adelantó; Saúl prefirió quedarse en segundo plano. El niño, divertido, señalaba con una manita en dirección de Saúl. Todos se rieron y miraron al gruñón rezagado. Saúl no tuvo más remedio que acercarse. Sus ojos y los del niño se hicieron cada vez más cercanos.
-¿Cómo se llama la criatura? -preguntó Saúl.
-Jesús, es su nombre –dijo José. Entonces sucedió algo asombroso: al mismo tiempo los ojos del recién
nacido miraban a Saúl, iban pasando por la mente de este hombre antipático sucesos
lamentables de su vida: miserias, mentiras, cobardías. Se dio cuenta que el
niño contemplaba todo aquello con comprensión, con deseo ardiente de que el rudo
pastor cambiara de vida, pero infundiéndole el cariño de un recién nacido y la
gracia de Dios. Saúl se puso de rodillas, y empezó a llorar mansamente. Era
la primera vez que lloraba de alegría: se sabía arrepentido, perdonado, renovado.
Y en ese momento, Saúl cantó y lo mismo hicieron el resto de los pastores.
Fue el primer villancico de la historia.
José Ignacio Moreno Iturralde
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