Sunday, May 12, 2019

La alegría de nacer



Agradecer cada mañana, con su luz y novedad, es una actitud sana y positiva. La familia, la gente de la calle, la actividad cotidiana, pueden ser motivos de alegría. También es verdad, que el peso de los problemas puede encapotarnos el día y oscurecer la ilusión de vivir. Quizás es bueno reflexionar un poco al respecto: nadie ha nacido por mérito propio y, por otra parte, la inmensa mayoría de las personas agradece su existencia. Además, parte del peso de los problemas personales puede estar en el modo poco positivo de afrontarlos. Esto nos lleva a tener motivos profundos para vivir, que vayan más allá de nuestros condicionantes materiales y de nuestros estados de ánimo, aunque todos ellos sean importantes.

El motivo más humano para vivir con felicidad es el amor. Entiendo por amor no solo un afecto, sino una facultad, incluso una dimensión de la persona que tiende a valorar la identidad del otro afirmándola: el amor es un sí a la vida. El verdadero amor nos hace ser mejor personas y ayuda a serlo a las demás. Para poder darlo, antes hay que experimentar el haberlo recibido. Nuestra familia es el ámbito privilegiado para sabernos queridos y, por tanto, dotados de sentido.

Cuando el corazón se educa y entrena en este amor bueno, es más fácil afrontar los compromisos que conlleva. Uno de ellos, vitalmente importante, es el matrimonio. La felicidad de los hijos se apoya, en gran parte, en el amor fiel y sacrificado de los padres. El amor es fructífero y ama la vida, especialmente la de los hijos. Un hijo es un don y una inmensa alegría de muy largo recorrido; no es una carga y un problema, aunque suponga esfuerzo sacarlo adelante. En la familia se quiere a cada uno por sí mismo. Por esto, el valor de cada nuevo hijo es incondicional. Es clave que cada miembro familiar se sepa querido y apoyado, bajo cualquier circunstancia, teniendo así un fundamento sólido para vivir con confianza.

La fe cristiana se compenetra eficazmente con el nobilísimo proyecto familiar, y aporta a quienes la viven una fuerza renovada que les ayuda a vivir sus compromisos humanos.

Nuestra sociedad occidental es tristemente abortista, porque ha perdido la alegría de saber amar. Pero también es verdad que muchas personas y familias se dejan la vida por sacar adelante la de los suyos. Toda esta alegría esforzada tiene que fraguarse en leyes que protejan la identidad y subsistencia de la familia, así como el valor insustituible de cada ser humano, muy especialmente el de los más vulnerables: los hijos concebidos y aún no nacidos, que tienen el derecho a la alegría de nacer. En esto nos jugamos la dignidad y el futuro de nuestra sociedad.


José Ignacio Moreno Iturralde


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