Agradecer cada mañana,
con su luz y novedad, es una actitud sana y positiva. La familia, la gente de
la calle, la actividad cotidiana, pueden ser motivos de alegría. También es
verdad, que el peso de los problemas puede encapotarnos el día y oscurecer la
ilusión de vivir. Quizás es bueno reflexionar un poco al respecto: nadie ha
nacido por mérito propio y, por otra parte, la inmensa mayoría de las personas
agradece su existencia. Además, parte del peso de los problemas personales
puede estar en el modo poco positivo de afrontarlos. Esto nos lleva a tener
motivos profundos para vivir, que vayan más allá de nuestros condicionantes
materiales y de nuestros estados de ánimo, aunque todos ellos sean importantes.
El motivo más humano para
vivir con felicidad es el amor. Entiendo por amor no solo un afecto, sino una
facultad, incluso una dimensión de la persona que tiende a valorar la identidad
del otro afirmándola: el amor es un sí a la vida. El verdadero amor nos hace
ser mejor personas y ayuda a serlo a las demás. Para poder darlo, antes hay que
experimentar el haberlo recibido. Nuestra familia es el ámbito privilegiado
para sabernos queridos y, por tanto, dotados de sentido.
Cuando el corazón se
educa y entrena en este amor bueno, es más fácil afrontar los compromisos que
conlleva. Uno de ellos, vitalmente importante, es el matrimonio. La felicidad
de los hijos se apoya, en gran parte, en el amor fiel y sacrificado de los
padres. El amor es fructífero y ama la vida, especialmente la de los hijos. Un
hijo es un don y una inmensa alegría de muy largo recorrido; no es una carga y
un problema, aunque suponga esfuerzo sacarlo adelante. En la familia se quiere
a cada uno por sí mismo. Por esto, el valor de cada nuevo hijo es
incondicional. Es clave que cada miembro familiar se sepa querido y apoyado,
bajo cualquier circunstancia, teniendo así un fundamento sólido para vivir con
confianza.
La fe cristiana se
compenetra eficazmente con el nobilísimo proyecto familiar, y aporta a quienes
la viven una fuerza renovada que les ayuda a vivir sus compromisos humanos.
Nuestra sociedad
occidental es tristemente abortista, porque ha perdido la alegría de saber
amar. Pero también es verdad que muchas personas y familias se dejan la vida
por sacar adelante la de los suyos. Toda esta alegría esforzada tiene que
fraguarse en leyes que protejan la identidad y subsistencia de la familia, así
como el valor insustituible de cada ser humano, muy especialmente el de los más
vulnerables: los hijos concebidos y aún no nacidos, que tienen el derecho a la
alegría de nacer. En esto nos jugamos la dignidad y el futuro de nuestra
sociedad.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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