Friday, June 22, 2007

Una chica para la eternidad

Los chicos de los sesenta lo pasamos bien...¡Vaya que sí! Todavía recuerdo las conversaciones con mi amigo el frutero. Siempre salía yo contento de allí; quizás fuera por el insultante color de los fresones. Cerca había una pescadería; no recuerdo nada del pescadero. Lo que si puedo ver todavía son las angulas. No eran entonces artículo de lujo sino un ingrediente posible en la Navidad de una familia de clase media; de clase media bien.

La noche de Reyes era mágica. El encandilamiento del ambiente y la expectación interior parecían como caramelo líquido que empapaba el hondón del bizcocho familiar, hecho de intenso cariño y de un heroico sacrificio del que solo supe algo mucho más tarde.

Los fines de semana en un chalet de la sierra fueron un gran invento. Lo fundamental era lo que tenía que ser, los amigos de la urbanización. Pero el marco tenía una entidad de la que sólo he sido consciente de adulto. Aquellas discretas montañas eran mías. También lo eran las noches estrelladas de los veranos, charlando en un balancín. Ahora no puedo concebirme sin ellas.

En frente de nuestra parcela vivía un matrimonio vasco con ocho hijos. Pronto me hice casi uña y carne con ellos. Tere era la hermana pequeña; teníamos la misma edad. Al llegar a la madura edad de los doce años Teresa y yo parecíamos hechos el uno para el otro; así me lo parece ahora. Pasados muchos años veo una foto suya de aquella época en blanco y negro: la sencillez de su belleza y la inocencia de su mirada me desarman. La castidad de su estampa me enamora: gorrita ladeada, blusa clara de colores, coleta y una mirada desde otro mundo, tan ingenuamente antiguo que se transporta al futuro.

La verdad es que pronto me olvidé de ella. Algo le ocurrió a Teresa en el metabolismo. Con dieciséis años se puso bastante gordita y esto, para mi autenticidad adolescente, era un motivo suficiente para dejar de prestarla atención.

Después de veintiocho años, sin casi haberla visto y recordarla, me notificaron su fallecimiento repentino. Era soltera, vivía con sus padres. El día anterior a un congreso, al que debía asistir, un fulminante ataque al corazón segó su vida. La noticia me golpeó como un bombazo. De repente, todo mi pasado se levantó, exigente e imperioso. Cogí el coche y fui a visitar a aquella querida familia con la que ya no tenía trato. Llegué a Soto del Real, a aquél mismo porche que tantas horas había acogido mi infancia. Me dieron, con gran cariño, más noticias de todo lo ocurrido. Me fui con una foto reciente de Teresa: estaba simpatiquísima, junto a un perro caniche. Desde esa foto me mira con cariño, con complicidad, y yo me siento querido y protegido por una amistad que es ahora algo más que un recuerdo.


José Ignacio Moreno Iturralde