Friday, June 22, 2007

Un padre que se convirtió en héroe

Pepe siempre ha sido un soñador con deseos de aventura. De niño vivió en Marruecos, Holanda y Francia. Esto se debía a que sus padres trabajaban para un diplomático, familiar suyo. Como a muchos sufridos españoles le tocó tragarse con patatas aquella horrorosa guerra civil, con tan solo dieciocho años. Salvó el pellejo por los pelos, gracias a las hábiles intercesiones de su madre en un momento especialmente crítico.

Sus máximas aspiraciones profesionales no se llegaron a realizar, pero ganó una codiciada oposición al Banco de España. Tuvo que dedicar mucho tiempo a sus padres, dada su condición de hijo único. A los cuarenta y dos años se casó con Ana María, de la que solo tuvo un hijo, aunque hubieran querido tener más. Pepe no descuidó entonces la atención a sus padres; incluso se los llevó consigo. Este acontecimiento llegó a suponer el heroísmo de Ana María –de quien ya os hablé- al atender al abuelo, ya impedido, en sus necesidades más perentorias por espacio de cinco años.

La abuela, a quien recuerdo como una ráfaga de alegría, falleció pronto. El abuelo cinco o seis años después. A mi me gustaba toquetear al abuelo, moldeando suavemente sus orejas o torciendo cariñosamente su nariz. Un día me pasé de la raya y una ágil bofetada suya rozó mi flequillo.

Pepe podría por fin viajar, pero su mujer e hijo no estaban mucho por esta afición. Pese a la severa oposición filial la familia hizo algunos buenos viajes, entre los que destacó una gira europea por Austria, Suiza, Alemania y Francia. Sin embargo, Pepe supo sacrificar muchas de sus aspiraciones turísticas y clavarse a un piso en la sierra porque pensó que sería mucho más beneficioso para su hijo; como así fue.

Cuando enviudó, tras la tremenda enfermedad de Ana María, le vi desvalido. Todo su aplomo -ya tenía setenta y dos años- se tambaleó. La Biblia dice con sabiduría que “no es bueno que el hombre esté solo”. A Pepe le quedaba su hijo, quien ya hacía una vida propia. Cuantas han debido ser para este viudo las horas de soledad. ¡Qué duro! En cierta ocasión quiso hacer un viaje a Holanda para recordar su infancia. Allí vio una estatua con una inscripción: “solitario, mas no solo”. Me confesó que se echó a llorar. Padre e hijo se veían tres o cuatro veces por semana, pero no convivían habitualmente en la casa paterna. Pepe combatía la soledad con frecuentes escapadas a Cercedilla, donde un posible amor tardío no llegó a cuajar. En el 2000, año jubilar, sufrió una neumonía doble que comprometió su vida. Felizmente se recuperó. Comenzó su vida en las residencias para personas mayores. Tras aquella enfermedad tuvo que pasar mucho tiempo sentado, asistido con oxígeno, en lo que él llamaba “el banco de la paciencia”. Actualmente vive en una buena residencia situada en la madrileña calle de Ayala. En una silla de ruedas tiene una crucial visita diaria: la comunión. Su hijo le ve en días alternos y el domingo, tras la misa, le da un paseo mañanero en coche, escuchando a Chopin, en días más melancólicos, o a Bethowen cuando hay más energías.

Siempre me llevé bien con mi padre, pero nunca me imaginé que llegaríamos a ser íntimos amigos como lo somos ahora, a sus ochenta y nueve noviembres. En estos últimos años jamás le he oído quejarse de nada, absolutamente de nada. Cierto día, haciendo alardes de cuidador, quise quitarle el cojín sobre el que se sentaba, sin levantarle. Lo que conseguí fue, ante mi espanto, tirar la silla de ruedas al suelo y a mi padre detrás. –“Estoy bien, estoy bien”... Estas fueron sus palabras.

Mi padre ha tenido siempre cierta pachorra valenciana y algo de conformismo ante la vida, cualidades que yo nunca había valorado muy positivamente. Sin embargo, estas características le han ayudado a vivir su ancianidad y a pasar a ser, cosa que jamás hubiera sospechado, mi héroe.


José Ignacio Moreno Iturralde