Buscar la verdad es algo
profundamente humano. Se trata de algo relacionado con el cariño recibido en la
infancia, con el hogar donde nos criaron y educaron. También esta búsqueda de
lo auténtico puede tener que ver con situaciones de falta de justicia en nuestra
vida y en la de los demás, que nos mueven a encontrar un sentido a algo que no
comprendemos. Por otra parte, los sueños de la juventud aspiran a algo que nos
llene la vida. Para esto habrá que ser generoso y saber rechazar ofertas
aparentemente atractivas, bajo cuya máscara se encuentra la mentira. A medida
que maduramos la realidad va imponiendo sus límites, en ocasiones bastante
precarios. Avanzada la trayectoria profesional, uno puede encontrarse con un
panorama más modesto de lo que había previsto. Y entonces parece que lo que
toca es simplemente “ir tirando”. Pero esa expresión puede esconder algo
fantástico y misterioso.
Pretender encontrar la
verdad, puede ser más un don que una búsqueda. Quizás no se trata tanto de una
conquista personal como de desembalar un gran don, que se esconde en la
apariencia de lo sencillo. Entonces uno encuentra alegría en los días, consuelo
en las cosas inexplicables, e impulso y sentido para vivir mejor.
La verdad que más nos
importa es una verdad personal, la de los seres más queridos. Por esto la
verdad más grande ha de ser personal. La gran paradoja de la búsqueda
de la verdad es que la Verdad es quien nos busca, es la que “va tirando” de
nosotros. El cristianismo afirma que Dios, en su misterio de amor personal, ha
decidido libérrimamente relacionarse con los seres humanos, de un modo
asombrosamente familiar. Es Él quien se nos ofrece a sí mismo.
A la hora de definir el
ser humano -el ejemplo no es mío- me viene a la cabeza un pollino; o sea: un
burro. Ese animal resulta -si no es rencoroso y coceador- sencillo, laboriosos
y simpático. Pero se trata de un burro que puede tener una estrella en la
frente: una visión grandiosa y alegre de la existencia, pese a sus
dificultades.
La buena filosofía nos
ayuda a conocer nuestra humilde condición, preparando el camino para encontrar
nuestra más íntima verdad personal: la estrella de la llamada divina, que a
cada uno toca descubrir. Y con esa estrella -que lleva dentro mi nombre- ya no
soy solo un burro, sino un hijo querido.
José Ignacio Moreno Iturralde