Como el mar, el corazón
puede pasar por momentos alborotados, inquietos. En ocasiones se pretende
saciar ese deseo de querer, afectiva y corporalmente, de un modo pasional, algo
alocado. Uno se fija en personas atractivas, que parece que podrían satisfacer
esas tendencias. Pero si se tienen dos dedos de frente, y virtudes que educan
el corazón, nos podemos dar cuenta de que estos sentimientos necesitan ser
reconducidos a buen puerto.
Estamos hechos para
querer, y es lógico que sintamos deseos que pretendan ser satisfechos. Pero
para saber querer es imprescindible saberse queridos, reflexionar en quién nos
quiere verdaderamente. Cuando uno es querido por alguien que considera
importante, se sabe valioso y encuentra descanso y satisfacción. Además, es
entonces cuando la inteligencia puede guiar mejor al corazón para que sepa amar
a las personas como deben ser queridas y, por lo tanto, respetadas. La luz de
la fe cristiana aporta orientación precisa a la mente y fortaleza de espíritu
para saber amar sabiamente. Desde esta seguridad interior, donde se experimenta
gratitud al caer en la cuenta del profundo aprecio que se nos tiene pese a
nuestros defectos, se aprende a querer apasionadamente al mundo y a las
personas, también cuando éstas presentan aspectos poco atractivos y con
multitud de limitaciones. “Dame, hijo mío tu corazón, y miren tus ojos por mis
caminos” (Proverbios 23:26).
José Ignacio Moreno Iturralde

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