En medio de sus iniciativas, en una ráfaga de alegría, él conoció
a la que sería su mujer. Poco a poco entendió que el nombre de su camino de
esposo era el de ella.
El colosal espectáculo de la realidad, tan frecuentemente
poco valorado, lleva en su día a día la lejía de lavandero que blanquea el alma
del padre: madrugones, burocracias, trabajar en algo que no acaba de llenar,
humillaciones regularmente llevadas, y toda una serie de zarandajas que son
como las piedras de molino de las que sale el aceite sabroso que condimenta la
vida.
Noches de hospital en la enfermedad de un pequeño, noches de
Reyes Magos en la pletórica salud de todos los hijos, derrotas del equipo de
fútbol nativo, vacaciones plácidas en el pueblo veraniego, sonrisas notorias y
lágrimas internas, son la climatología que va modelando el corazón del padre.
Hoy la rebeldía de un hijo adolescente, mañana la matrícula
de honor de la empollona de la casa, a veces no saber encontrar el modo de
hacer más feliz a la esposa, inoportunamente la visita de algún cuñado, y sobre
todo la aceptación de las propias limitaciones personales… Todo esto son
aprendizajes de una universidad doméstica de paciencia, serenidad, dolor y
satisfacción.
Quizás lo genuino de un padre es el saber “estar ahí”, como
las montañas o el mar. Estar a veces tan ignorado como el aire que se respira,
o como los ojos que ven. El padre es el hombre sencillo y simpático que aporta
seguridad a los suyos, no con una cansina tarea obligada, sino con la
fascinación que le produce ver crecer a sus hijos. Es la visión del que sabe
querer y ha hecho de su familia su principio de operaciones, cortando con
decisión algunas aspiraciones individuales que pasaron a estar de más.
Es esa fidelidad enteriza, en medio de las fragilidades y
aciertos, la que da autoridad y prestigio a la vocación de ser padre. Ese no
estar en lo propio, para encontrarse a sí mismo, viviendo el amor conyugal y dando el
patrimonio del buen ejemplo. Esto produce, además, una aptitud para disfrutar
de las cosas buenas de la existencia.
Para ser padre, física y espiritualmente, hay que ser muy
hombre; es decir: virtuoso. La escuela de la paternidad hay que aprenderla
desde muy niños. Consiste en buscar diariamente, en cosas concretas, la verdad
de la propia vida: una verdad que dará fruto. Y aunque los vendavales del mundo
rompieran parcialmente el árbol de la paternidad, la sabia de sus raíces brotaría
novedosa de alguna manera; porque la paternidad es más profunda que los hechos
de la realidad. La paternidad, tan humana, tiene algo de eterno y divino: construir
la casa donde los hijos son felices.
José Ignacio Moreno Iturralde
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