Tuesday, December 24, 2019

Libertad, deber y alegría




La libertad y el deber son complementarios. La libertad hace que el deber sea humano, y el deber hace que la libertad llegue a buen puerto. El ejercicio de las virtudes, en función del deber, nos desarrolla como personas. Por su parte, la bondad moral se nos presenta a la conciencia como garantía de la exigencia del deber. Se trata de una bondad moral con validez universal, aunque se acomode en parte a circunstancias personales.

El origen de un imperativo moral dado a una persona ha de proceder de otra persona; pero el orden moral tiene que provenir de una persona absoluta quien, por medio de la bondad moral, nos ofrece los mandatos morales[1], como caminos verdaderos de realización con su lógica dosis de esfuerzo.

Nuestra época valora mucho el sentimiento, que sin duda es importante. Sin embargo, el sentimiento por sí mismo no genera conocimiento. Una ética puramente sentimental va dando bandazos y tiene un corto alcance. Por otra parte, si el origen del deber se desvincula de Dios y se vuelve autorreferencial, cada vez más subjetivo, es lógico que se acabe preso de deberes que, por no estar afiliados a la realidad, nos hacen ser menos libres y nos angustian. Recuperar el auténtico origen del deber potencia la libertad y el desarrollo de la personalidad.

“Dios requiere efectivamente al ser humano porque realmente le quiere, y los mandatos morales son todos ellos manifestaciones de ese exigente amor”[2]. El hecho histórico de la noche de Belén nos muestra la asombrosa paradoja de que el origen del orden moral es alguien entrañable y cercano: un niño recién nacido, dependiente completamente de nosotros. Por este motivo, en el cristianismo, la libertad y el deber se transforman en un prodigioso designio de alegría, mucho más fuerte que todos los problemas del mundo.


José Ignacio Moreno Iturralde



[1] Cfr. La libre afirmación de nuestro ser. Millán Puelles, A. Rialp, 1994, p. 404
[2] Idem, p. 421.

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