Actuar cerebral y fríamente resulta, con
frecuencia, bastante práctico. De todos modos, como norma general no parece un
comportamiento muy atractivo ni muy humano. Por otra parte, moverse dando total
prioridad por los sentimientos, suele traer bastantes problemas. El corazón es
lo más valioso que tiene el ser humano, pero no es menos cierto que a veces se
comporta como un loco insatisfecho. Es bastante sensato que sea la inteligencia
la que tome las decisiones, escuchando y teniendo en cuenta los sentimientos
del corazón. Sin embargo, un mero cálculo racional no parece suficiente para
contentar la necesidad que todos tenemos de ser queridos y de querer.
En algún
lugar del corazón, se esconde una especie de llama que purifica y guía la
afectividad. Algo así como una luz sobrehumana que nos hace más humanos. Una
fuerza discreta y poderosa que nos entona, reconforta y sitúa ante la vida,
especialmente respecto a las relaciones con los demás; incluso las más difíciles.
No es fácil encontrar ese misterioso farol y es fácil olvidarse de él; además
requiere de una renovada y exigente atención para que siga orientándonos. Pero
si se hace así, todo empieza a cuajarse de sentido. Incluso en las situaciones
más penosas y desfavorables, esta fuerza interior cobra una resaltada
importancia.
No estoy
hablando de iluminismos curiosos o de fenómenos psicológicos raros. Me refiero
a la experiencia que puede tener cualquier persona que haga oración. Lo que
quiero destacar es que la acción de la gracia divina es real y funciona. Las
supersticiones no pueden contentar y llenar de paz y de sentido el corazón.
Si se la busca
y deja espacio, en el interior de la persona se enciende una luz, por la que
nos damos cuenta de que siempre es tiempo de amar, con un amor que nos mejora
como personas.
José Ignacio
Moreno Iturralde
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