Dudaba razonablemente en contármelo, pero mi amigo me lo confió. Tenía que vender el piso de sus padres. No tenía hermanos. Su madre había fallecido santamente hace años y su padre, que vivía en una residencia, era ya muy mayor. A la hora de dejar libre la casa abrió un inmenso armario blanco: Fotografías de familia, cartas de los abuelos, el angelote rosa que, al darle cuerda, tocaba “Noche de paz”: todo tenía que ser embalado o tirado. Los recuerdos más raíces de la infancia, las noches de reyes magos, las reuniones con los tíos y los primos, los cuadernos del colegio, las zozobras de la adolescencia…se desvanecían. Tantas cosas conseguidas con mucho esfuerzo eran ahora despachadas con rapidez. Pese a intentar controlar el ánimo, las vaharadas de la tristeza iban haciendo sutiles y sinuosas entradas en su alma. Las ventanas se abrían a un jardín cargado de severa belleza y de recuerdos. Sonaban las campanas de una Iglesia; otra vez las campanas. Salió de allí, cansado, sin hacer tampoco un drama del asunto. Meditó serena y largamente buscando una respuesta y, como siempre le ocurría, después de pedirla la encontró: sólo lo que se hace por amor a Dios vale la pena, permanece, es eterno. Todo lo que se construye al margen de este secreto tesoro de oro puro se deshilacha como un saco viejo, se aja y se convierte en amargura. La casa de la infancia había cumplido su papel: ahora era el cimiento de un hogar del espíritu cuajado de sentido. Un hogar lleno de precariedad y rudeza pero, al mismo tiempo, ensanchado por la compañía de tantos seres queridos. Un discreto y aún maltrecho lugar donde milagrosamente se ha depositado el buen vino de la sabiduría y donde, al abrir la ventana al horizonte, clarea al fondo de barrancos y hondonadas la bandera de la victoria; de la fiesta y la compañía.
José Ignacio Moreno Iturralde.
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