Wednesday, June 22, 2005

Vivir en la Cruz

No es fácil adquirir el amor sabio. Encanecer sirviendo y sonreir a la vida como venga pueden ser cosas tan asequibles como dificultosas. Alguien querido me dijo en cierta ocasión, de pasada, que eran dos los problemas del mundo: la falta de moralidad y el exceso de ambición. Pienso que también son los problemas de cada persona.

Cuando se habla de la cruz suele pensarse en una desgracia o enfermedad grave. Sí; en esas situaciones se hace más descarnada y aguda la presencia del dolor; pero quisiera fijarme ahora en las pequeñas incomodidades de cada día: un fallo en el ordenador, un disgusto familiar o un encontronazo profesional. Es en estas cosas donde, más habitualmente, se forja nuestro carácter y se templa la mente.

He conocido personas que se toman el día a día con deportividad. Gente con una trabajada capacidad para disfrutar de la vida. En ellos se cumple, en positivo, aquel refrán que dice “el que no vive para servir no sirve para vivir”. El amor a Dios de estas personas se apoya y manifiesta en una clara convicción de que los demás merecen y necesitan atención y respeto. Luchando por liberarse de si mismos, han elegido amar la vida por un entrañable milagro de la gracia y la humildad. No quisiera dar una sensación bondadosa y facilona de este tipo de vida. Más tarde o más temprano uno tiene que elegir entre su gusto o el bien objetivo de los demás; y la decisión es más dura de lo que pueda parecer. Cualquiera que haya salvado su matrimonio de la ruina lo explicará mucho mejor. Es aquí donde el hombre necesita de la fuerza de Dios para hacer posible lo que con sus propias fuerzas sería imposible.

Actualmente atravesamos momentos de especial indignidad y confusión social respecto a los fundamentos humanos y cristianos de la sociedad. Sería un error no dar importancia a lo que ya hacemos sacándole el máximo partido. También sería erróneo no darse cuenta de la gravedad del momento y caer en una inercia indolente. Cada uno debe meditar intensamente en la cruz qué debe hacer y, es probable, que nos inunde un río bravo y decidido de entrega y caridad operativa. Desde el severo palo de la cruz se mira hacia arriba filialmente y por eso sólo hay alegría y contento, aunque pesen -¡y cómo!- las miserias propias y las ajenas.

La Cruz de Cristo, no otras que nos podamos buscar, es la que avala el triunfo de la vida humana: la victoria del amor pese a las dificultades; o, incluso, gracias a ellas. Una victoria que se pone en juego cada día.

José Ignacio Moreno Iturralde

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