En el silencio de los
campos se respira una amable serenidad. La luz del alba o la del atardecer dan
a ese panorama una calidez entrañable. En el cuadro titulado Ángelus, de
Millet, una mujer y un hombre campesinos se recogen en oración, junto a una
cesta con frutos. Es una escena llena de respeto.
La botánica, la genética
o la agronomía nos pueden dar explicaciones sobre el desarrollo de los
cultivos. Sin embargo, no deja de ser asombroso que de una semilla puede surgir
un naranjo o un limonero. En estos procesos hay un enterramiento, una especie
de muerte, para más tarde dar paso al surgimiento de árboles o plantas llenas
de vida.
Cuando se aprecia el
campo, la agricultura saca de la tierra lo mejor que es capaz de dar, al mismo
tiempo que la respeta. Por el contrario, cuando se abusa del agro, cuando la
naturaleza solo es vista en como un mercado, el ecosistema se arruina y
desnaturaliza por un pavoroso consumismo.
Si esto ocurre con el
campo y la montaña, portadores de un precioso legado vegetal y animal, algo
análogo sucede con los seres humanos. El amor a la vida humana no puede partir
más que de un inicial respeto, que es la primera forma de amor. En relación al resto
de la naturaleza, aparece ahora una esencial diferencia: la de la dignidad
personal, que todo ser humano tiene. Hay una dignidad dada, que no procede de
los méritos propios: la misma que tiene tanto un discapacitado como una atleta,
por el mero hecho de ser humanos. También hay una dignidad, complementaria a la
anterior, que se adquiere por el ejercicio de virtudes y valores. Tal dignidad
comienza precisamente en el respeto.
Dicen que el amor es
ciego. Me parece que esto es entender el amor solamente como una pasión. El
amor, cuando es profundamente humano y racional, es clarividente. Aprecia a los
seres queridos por sí mismos, y no por el beneficio que me puedan aportar. Amar
es como decir es bueno que existas, decía el filósofo Joseph Pieper. Por el
contrario, el odio a los demás sí que es ciego: desea la destrucción de
nuestros semejantes, olvidando la conexión que nos une a los demás. La fuerza
del odio provoca también una lenta y penosa autodestrucción de quien lo
ejercita.
Los seres humanos, a diferencia
de los animales, no somos solo nuestra conducta. También existe en nosotros la
capacidad de cambiar, de mejorar libremente. Somos lo que somos y lo que
podemos llegar a ser. Por esto nos podemos perdonar: un tipo de amor que tiene
la fuerza de una poderosa semilla. No es fácil saber convivir en un mundo en el
que, junto a muchas cosas fantásticas, abunda la mentira, el rencor y la
violencia. Junto a la imprescindible justicia, que es también y primeramente
una virtud personal, el amor al semejante requiere de comprensión,
colaboración, exigencia y tolerancia. Se precisa, en ocasiones, de una cierta
muerte a uno mismo, que el cristianismo relaciona con algo tan paradójico como
una Cruz portadora de vida, y de vida eterna.
Todo ser humano, desde su
inicio genético hasta su muerte natural, es una vida única e irrepetible,
digna. Se es humano no por hacer actos de hombre o mujer, sino por tener la
capacidad de hacerlos ahora, en un futuro –como le sucede a un embrión humano
-ese que todos hemos sido-, o anteriormente a una indisposición –como sucede
con alguien dormido o gravemente enfermo-. Establecer etapas de la vida humana
como eliminables es fruto de una visión materialista y eugenésica, que se alía
con una hipertrofia de la autonomía de los fuertes contra los débiles; o de una
falsa divinización del propio yo, que se pretende autodefinir con la misma
ridícula pretensión del que quisiera flotar en el mar tirándose de la cabellera
hacia arriba.
La familia humana,
enraizada en el amor de una mujer y un hombre, es el ecosistema natural de la
vida humana. En ella puede haber mucho de respeto, de amor, de justicia, de
esfuerzo y de alegría. Por esto, lo que somos radicalmente es hijos o hijas.
Solo revitalizando, en la medida de nuestras posibilidades, el árbol de la
familia, sabremos tener motivos para amar la vida. Hay que cultivar la familia,
dedicarla tiempo, poner el trabajo profesional a su servicio. Entender la
familia como un consumo de satisfacciones personales es romperla. Por muy mala
que sea nuestra situación, siempre se puede recomenzar el camino. También los
árboles torcidos, si rectifican su tronco, pueden dar frutos fantásticos. Con
la ayuda de quienes nos quieren, siempre podemos aprender y enseñar a amar la
vida.
José Ignacio Moreno Iturralde