Sunday, January 26, 2025

El amor a la vida



En el silencio de los campos se respira una amable serenidad. La luz del alba o la del atardecer dan a ese panorama una calidez entrañable. En el cuadro titulado Ángelus, de Millet, una mujer y un hombre campesinos se recogen en oración, junto a una cesta con frutos. Es una escena llena de respeto.

La botánica, la genética o la agronomía nos pueden dar explicaciones sobre el desarrollo de los cultivos. Sin embargo, no deja de ser asombroso que de una semilla puede surgir un naranjo o un limonero. En estos procesos hay un enterramiento, una especie de muerte, para más tarde dar paso al surgimiento de árboles o plantas llenas de vida.

Cuando se aprecia el campo, la agricultura saca de la tierra lo mejor que es capaz de dar, al mismo tiempo que la respeta. Por el contrario, cuando se abusa del agro, cuando la naturaleza solo es vista en como un mercado, el ecosistema se arruina y desnaturaliza por un pavoroso consumismo.

Si esto ocurre con el campo y la montaña, portadores de un precioso legado vegetal y animal, algo análogo sucede con los seres humanos. El amor a la vida humana no puede partir más que de un inicial respeto, que es la primera forma de amor. En relación al resto de la naturaleza, aparece ahora una esencial diferencia: la de la dignidad personal, que todo ser humano tiene. Hay una dignidad dada, que no procede de los méritos propios: la misma que tiene tanto un discapacitado como una atleta, por el mero hecho de ser humanos. También hay una dignidad, complementaria a la anterior, que se adquiere por el ejercicio de virtudes y valores. Tal dignidad comienza precisamente en el respeto.

Dicen que el amor es ciego. Me parece que esto es entender el amor solamente como una pasión. El amor, cuando es profundamente humano y racional, es clarividente. Aprecia a los seres queridos por sí mismos, y no por el beneficio que me puedan aportar. Amar es como decir es bueno que existas, decía el filósofo Joseph Pieper. Por el contrario, el odio a los demás sí que es ciego: desea la destrucción de nuestros semejantes, olvidando la conexión que nos une a los demás. La fuerza del odio provoca también una lenta y penosa autodestrucción de quien lo ejercita.

Los seres humanos, a diferencia de los animales, no somos solo nuestra conducta. También existe en nosotros la capacidad de cambiar, de mejorar libremente. Somos lo que somos y lo que podemos llegar a ser. Por esto nos podemos perdonar: un tipo de amor que tiene la fuerza de una poderosa semilla. No es fácil saber convivir en un mundo en el que, junto a muchas cosas fantásticas, abunda la mentira, el rencor y la violencia. Junto a la imprescindible justicia, que es también y primeramente una virtud personal, el amor al semejante requiere de comprensión, colaboración, exigencia y tolerancia. Se precisa, en ocasiones, de una cierta muerte a uno mismo, que el cristianismo relaciona con algo tan paradójico como una Cruz portadora de vida, y de vida eterna.

Todo ser humano, desde su inicio genético hasta su muerte natural, es una vida única e irrepetible, digna. Se es humano no por hacer actos de hombre o mujer, sino por tener la capacidad de hacerlos ahora, en un futuro –como le sucede a un embrión humano -ese que todos hemos sido-, o anteriormente a una indisposición –como sucede con alguien dormido o gravemente enfermo-. Establecer etapas de la vida humana como eliminables es fruto de una visión materialista y eugenésica, que se alía con una hipertrofia de la autonomía de los fuertes contra los débiles; o de una falsa divinización del propio yo, que se pretende autodefinir con la misma ridícula pretensión del que quisiera flotar en el mar tirándose de la cabellera hacia arriba.

La familia humana, enraizada en el amor de una mujer y un hombre, es el ecosistema natural de la vida humana. En ella puede haber mucho de respeto, de amor, de justicia, de esfuerzo y de alegría. Por esto, lo que somos radicalmente es hijos o hijas. Solo revitalizando, en la medida de nuestras posibilidades, el árbol de la familia, sabremos tener motivos para amar la vida. Hay que cultivar la familia, dedicarla tiempo, poner el trabajo profesional a su servicio. Entender la familia como un consumo de satisfacciones personales es romperla. Por muy mala que sea nuestra situación, siempre se puede recomenzar el camino. También los árboles torcidos, si rectifican su tronco, pueden dar frutos fantásticos. Con la ayuda de quienes nos quieren, siempre podemos aprender y enseñar a amar la vida.

 

 José Ignacio Moreno Iturralde