Saturday, February 29, 2020

El tren de la victoria



La estación parecía un hervidero de gente. Arturo estaba con unos amigos, tomándose unos refrescos. -¿Quiénes son esos que bajan de ese vagón? -preguntó.

-Esos son los del tren de la victoria –contestó su amigo Jimy. Realmente aquellos tipos hacían honor al nombre de aquel tren: se trataba de gente joven y mayor, altos y bajos, ricos y pobres; todos ellos con una mirada alegre y esperanzada. Aquél tren prometía una aventura maravillosa, pero sin retorno. A diferencia de otros viajes, en aquella locomotora uno empeñaba la propia vida.

Arturo iba con frecuencia a la estación, hasta que llegó a contactar con viajantes del victoriosos tren. Sus testimonios eran rotundos y atractivos. Sin embargo, también era muy interesante hacer excursiones menos arriesgadas, cerca de una saludable zona de confort.

Un día Arturo no pudo más y volvió a ir a la estación. Pasaba un tren de la victoria… ¿Y si fuera el último? ¿Y si no hubiera una nueva oportunidad? Nuestro aventurero compró su billete, y subió entre el aplauso y la alegría de sus compañeros de viaje. Qué maravillosas jornadas fueron las siguientes a haber tomado tan valiente decisión. Los paisajes se veían con luz, velocidad y entusiasmo. Cuando había alguna parada, se aprovechaba para animar a otras personas a subirse a este prodigioso viaje. Había grandes ilusiones, grandes esperanzas… Pero un día ocurrió algo diferente: el vagón en el que iba Arturo avanzaba a gran velocidad, hubo un imprevisto en la vía y se produjo un descarrilamiento. Siguieron meses de dolores, mareos, rehabilitación; todo era muy distinto. Pero aquél vagón, con Arturo dentro de él, continuó formando parte del tren de la victoria. El ritmo era más lento, los paisajes más modestos y los días reciamente cotidianos. Transcurrieron meses y años, quizás con menos sentimiento, pero con la satisfacción de seguir en aquel tren, cuyo viaje era más imprevisible y maravilloso de lo que uno se hubiera figurado.

Poco a poco Arturo, junto con sus acompañantes, se percataron de que aquél tren no era más que un medio para descubrir el personal viaje interior; el de la propia vida. El tren les había enseñado que la victoria no era un logro del coraje y de la osadía, sino un gran don: darse cuenta de que la vida es un viaje hacia la victoria. Una victoria que ha de ser compartida con muchos otros, en la que hay que dejar  cachivaches viejos y lógicas caducas, para poder experimentar la auténtica alegría de vivir. Un viaje en el que la Victoria misma nos acompaña, con frecuencia bajo un aspecto modesto y sencillo, que hay que saber descubrir.


José Ignacio Moreno Iturralde




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