Friday, July 08, 2011

La Cruz como punto de encuentro entre razón y fe

Se expondrán a continuación cuatro títulos de ideas; cada uno muy distinto; aunque se traba un muy discreto enlace entre el que antecede y el siguiente. Es en el último y quinto título donde todos convergen.

I. El sentido de la lógica

Imaginemos un tablero de ajedrez. ¿Es posible calcular el número de jugadas que se pueden hacer en una partida? En el caso de que lo fuera el resultado sería una pequeñez comparado con la cantidad de variables posibles que encontramos en el “gran ajedrez” del mundo. El significado de la proposición o función mundo sería la suma de todos sus posibles hechos: cosas que ocurren y que pueden ser simbolizadas y expresadas mediante frases o proposiciones de un lenguaje. Pero es imposible abarcar la proposición mundo y por tanto su significado. Al desconocer el significado del mundo desconocemos el significado objetivo de todos y cada uno de sus hechos concretos. Estas son las ideas de la primera obra famosa del filósofo austriaco Wittgenstein: "El Tractatus". Nos gustaría tener una visión global del mundo que respondiera a los grandes interrogantes que el hombre se plantea (estas preguntas están dentro de lo que él llama “la esfera mística”). Son lo más valioso que el hombre tiene, pero no tiene sentido científico planteárnoslas. Asi que Wittgenstein dice:”de lo que no se puede hablar mejor es callarse”[1] .

Sin embargo, en el Tractatus, este autor no hace más que darle vueltas a que no tiene sentido plantearse preguntas sin respuesta. Por esto acaba diciendo que el Tractatus es un sin sentido que expresa el “quiero y no puedo” del hombre respecto a sus grandes preguntas. Wittgenstein nos lleva a la vieja postura de considerar todo conocimiento como relativo. Pero ya hace muchos siglos se explicó la contradicción lógica que supone afirmar la permanencia de lo relativo: Todo es relativo menos la frase anterior. Unos conocimientos puramente relativos son contradictorios respecto a si mismos. Aristóteles enseñó que para atacar el principio de no contradicción hay que emplearlo. La contradicción, decir que A=A y A no es =A al mismo tiempo y en el mismo sentido es un absurdo total; y el absurdo total es imposible por que es lo contrario al principio citado. Es la pura lógica la que nos habla de la necesidad de este principio que es condición necesaria de realidad y que ya supone un conocimiento global o metafísico sobre el mundo: la realidad no es contradictoria consigo misma. Conocer algo nos lleva a saber más aunque no podamos abarcar la realidad por la evidente razón de que no es hechura nuestra.

Es cierto que hay cosas que no podemos justificar tan sólo con la razón, como son, por ejemplo, la realidad de ciertas injusticias; pero Wittgenstein nos ha dado pie para llegar a una conclusión de interés: el sentido de cualquier cosa está antes fuera que dentro de ella ya que el principio de no contradicción es condición para cualquier realidad, es algo propio de su origen.


II.La originalidad

Tal vez la originalidad tenga que ver con el origen. Y el origen nos puede recordar el lugar donde uno ha nacido, donde estaban los amigos de la infancia; en definitiva: la patria chica. Es un lugar entrañable. Allí uno se encuentra a gusto. Esta bien consigo mismo.

Hay niveles más profundos de encontrarse uno a sí mismo; de aceptarse -sin que esto suponga una claudicación por superarse-, de estar contento. Quizás sea ahí: en el conocimiento de nuestra naturaleza, en la madurez que supone saber algo sobre nuestras posibilidades y límites, donde uno puede sacar ilusión para hacer de sí “un clásico”.

Quizás para ser un “clásico” (genio y figura) no hace falta tener la intuición de Einstein o la imaginación de Spielberg, o el ritmo de los Beatles. Simplemente puede consistir en sacar fuera lo mejor de nosotros mismos. Tal vez todo sea tan sencillo como ser normal o ser natural. Pero...¿qué es ser natural?...Actuar según nuestra naturaleza más verdadera. Explica Millán Puelles[2] que las personas estamos compuestas por una tendencia a abrirnos a la realidad y por otra tendencia a cerrarnos en nosotros mismos. De la pugna entre ambas tendencias surgirá el resultado de la propia vida. La tendencia a la apertura puede llamarse vocación; la clausura: egoísmo. Así la vocación es para algunos motivo de felicidad y para otros motivos de angustia.

El famoso psiquiatra Victor Frankl ha afirmado que es mejor plantearse la pregunta ¿ qué espera la vida de mi?, en vez de ¿qué espero yo de la vida?[3] ... Puede que la primera no solo sea mejor, sino también más útil y divertida.

Hay algo que nos repele a los humanos: la tristeza del hombre ensimismado; y algo que nos atrae como un poderoso imán: la alegría. Al entender la vida al revés -frente a la autorrealización o “egobuilding” el servicio a los demás- uno se libera de las autoritarias exigencias de su propio yo. Exigencias que pueden ser gigantes e irrealizables y, por tanto, sustituidas con el tiempo por
la apatía o el peor conservadurismo: la cobardía de encerrarse en el anonimato.

Salir de uno mismo es iniciar la aventura de llegar a la realidad que es anterior a mi; es disfrutar con que hay unas leyes previas a mi en las que puedo descansar. Esta actitud ofrece resortes para afrontar los imprevistos de la existencia. Posibilita abandonar la pesada carga de algunos proyectos personales que tal vez no sean necesarios. Algunos pueden pensar que las reglas de nuestra naturaleza y del conjunto ecológico son una coacción para el hombre. Todo lo contrario: permiten evadirnos de falsas cadenas que, en ocasiones, nos autoimponemos. Pienso que esto es perfectamente compatible, como es lógico, con tener y fomentar aficiones y tendencias personales. Cuando uno aprende a ponerse en su sitio también aprende a quererse mejor a si mismo.

Alguien podrá pensar que son más comunes los casos en que predomina la dejadez y permisividad “liberal” frente a unas reglas éticas válidas para todos los hombres, pero...¿no se deberá esta postura a un miedo a enfrentarse con uno mismo encarcelando la libertad propia más valiosa?

Verse como desde fuera, a la luz de la realidad exterior, posibilita reírse un poco del propio yo: de los momentos en que ponemos cara de importantes o nos situamos -no llegando nuestra talla a dos metros y nuestra cabeza al tamaño de un melón- en el centro del universo.

Se ha comparado la vida y el arte. Cuando alguien sube a un escenario e interpreta bien una representación artística: una canción, una obra de teatro..., se crea un clima de atracción en todos los que le observan. El artista no está desempeñando su papel habitual en la vida, está representando. De algún modo se sitúa en un lugar que no es el suyo propio, sale fuera de sí. La vida monótona y aburrida salta de nivel en el momento de la creación artística. Se sitúa en un plano lleno de encanto, de unidad entre actor y espectadores. Pero el momento estelar pasa y volvemos a la monotonía.

Ahora bien, ¿existe alguna teoría-práctica por la cual la vida del hombre consiste precisamente en desempeñar un papel que él puede querer ante una propuesta inesperada? Si hay una fundamentación para entender la vida como una representación donde la realización de mi persona consiste en algo que, en primer lugar, no siento como propio pero atisbo, acepto y luego experimento como saludable, resulta que toda la vida cobra la gracia, el encanto y el atractivo de la más real de las representaciones artísticas.

Hay diversos tipos de representaciones. Por esto puede llegar a nuestra escena un amargo personaje: el pensamiento de que si me dedico a ayudar y a servir a otros no voy a ser correspondido e incluso puedo verme burlado por aquellos a los que me voy a dedicar. Se podría formular de otro modo: si me doy no me voy a realizar. Pero hay razones en contra de esa idea: el yo personal es una relación al tú de los otros y a un Tú que es fundamento y da constancia a la anterior relación; porque esta vida no puede ser absurda. Por esto es realmente original el que habitualmente piensa en los demás y actúa en consecuencia; encontrando así una vida gozosa.

Cabe pensar si esta donación del yo, aparente negación que es paradójicamente su más verdadera realización, puede llevarse a cabo por uno mismo... o, aunque nuestro empeño sea necesario, la fuerza de la verdad que constituye nuestra más radical originalidad viene de fuera de nosotros. La naturaleza humana está llamada a algo magnánimo que va más allá de sus propias fuerzas; a una aventura, término que significa una espera; y bien puede ser entendida como una esperanza en la felicidad -de la que ya se empieza a gozar-; una felicidad que está en nosotros y más allá de nosotros. Un estado que nos lleva a la unión con los demás según nuestra peculiar pluralidad.


III. Unidad en la pluralidad

La unidad entre las personas que compran en unos grandes almacenes es por lo general una relación de interés y agregación. Sus relaciones son sobre todo utilitarias. La unidad entre los hinchas de un mismo equipo deportivo es algo más, comparten una afición: un interés no necesario. La unidad que se da entre los hombres de bien tras la liberación de un secuestrado y torturado es mucho mayor: las personas se alegran profundamente por la alegría de la persona que estaba siendo maltratada. Esta es una unidad de benevolencia(querer bien: querer el bien de la otra persona). Esta unidad es la más profunda de las citadas hasta ahora. El hecho de que hayan sido devueltas las condiciones propias de la dignidad de una persona crea un clima de unidad. Se comprende a la otra persona porque de algún modo es igual a las demás. La persona es el ser capaz de comprender; de ponerse en el lugar del otro; de salir de si misma. Por esto, afirma Spaemann[4] , la persona es un símbolo del absoluto.

Si una mujer o un hombre viven rodeados de injusticias que afectan a otros y no hacen nada que esté a su alcance por evitarlas sus propias vidas empiezan a perder sentido. Si trabajan por mejorar las condiciones de vida de sus semejantes comienzan a estar satisfechos; a estar a bien conmigo mismos, a ser felices. Es, por tanto, el clima de donación el que hace a la persona más una, íntegra o llena de sentido.

A la persona querida se la quiere regalar. Si el regalo fuera rechazado se produciría una frustración grande porque se frustra el propio modo de ser más humano.

Pero regalar algo no basta. A la persona más querida uno tiende a regalarse. Sin embargo toda persona es limitada. Lewis escribe que cuando hacemos dioses de nuestros amores humanos los convertimos en demonios[5] . Y, pese a esto, tendemos a amar de un modo pleno o absoluto. La donación de si al otro-la mayor expresión de humanidad- sería aparentemente contradictoria. Solo la Revelación cristiana tiene una solución satisfactoria a esta cuestión. Podemos amar a las personas humanas en la medida que nos llevan a amar al absoluto Personal de Dios. No es esta una demostración lógica sino la constatación de que si la Revelación cristiana es verdad, es la verdad que más se adecua a lo que es el hombre.

Vamos a intentar llegar a la unidad y pluralidad entre los hombres desde otro ángulo. El dos es un número que refleja la dualidad de aspectos: el espiritual y el corporal en la unidad de naturaleza de la persona. La Revelación afirma que el tres es un número que tiene relación con la intimidad de Dios: tres Personas en unidad de naturaleza. El hombre aspira a todo, en cierto sentido a ser un Dios. No está la solución en la autoafirmación egoista sino en la donación.¿Cómo puede el hombre pasar del dos al tres de alguna manera? No sólo por si mismo, dadas las limitaciones de los hombres. El profesor Antonio Ruiz Retegui, me explicó en una conversación personal, que ese tres tiene que ser un don de Dios al hombre. Un don que consiste en un espíritu de benevolencia operativo que refuerza la unidad de la persona en la relación con la pluralidad de los demás. El propio amor de benevolencia es una manifestación divina en el hombre.

Surge así un ambiente de fiesta y de gozo en la realidad. Una realidad que se vive más que se entiende y por esto es misteriosa.


IV. Vida y misterio

La vida esconde en su origen y en su actualidad el misterio de su por qué. La palabra misterio era traducida por los latinos como sacramentum; esto es: algo visible que connota lo invisible, lo que está detrás; lo que es su sentido. La realidad visible es de alguna manera un símbolo; algo que remite a su origen, a lo que la dota de unidad de sentido. Y, en la realidad, vivimos los hombres: símbolos vivos y libres con capacidad de hacer otros símbolos; representaciones personales de la realidad.

Los hombres podemos escribir novelas, pero no podemos dotarlas de realidad. Dios si puede. En El su ser se identifica con su pensamiento y su querer con su poder. Dios ha creado la novela en que vivimos; una novela que no es Él; sino que depende de Él.

Dios entiende el mundo y al entenderlo lo ama. Nos entiende a través de su Idea, de su Verbo. Somos porque nos quiere. En expresión de Chesterton el mundo es una novela donde los personajes pueden encontrarse con su autor[6] .Cada persona es una biografía dentro de la novela. Y hace falta un personaje principal que dé unidad de sentido a todas nuestras vidas.


V. Cruz y plenitud

Hemos hablado de que la lógica humana está dentro del mundo pero puede llegar a entender lo que está fuera de él, en análoga conexión con la relación del palo horizontal y el vertical de la Cruz, siguiendo un ejemplo del profesor Joaquín Ferrer. Para Chesterton la Cruz es un punto que se extiende al infinito. En efecto: la Cruz de Cristo abre la imperfecta conciencia humana haciendo finalizar la razón del hombre en la confianza en Dios. La persona humana entiende así la vida de un modo real: divino; y esto le lleva a identificarse con la vida del Crucificado.

Explicamos como la originalidad puede ser entendida profundamente como donación, donación de si mismo a los demás. La pluralidad en un Espíritu (Don de Dios, consustancial a El) común reforzaba y enriquecía la unidad de la persona; a quien los demás le revelan aspectos de si misma[7] . La Cruz es la Nueva Alianza sellada por la sangre del Dios hombre, restauradora de la unidad. El misterio de Cristo es la manifestación visible, histórica y concreta del inefable Amor del Padre a los hombres, hermanos por ser sus hijos en el Hijo.

Cristo en la Cruz transforma el egoísmo en generosidad, el odio en Amor. El mundo entero es renovado, atraído hacia Él. Jesús, desde el Calvario, mira más allá las estrellas, mira a su Padre para que nos acoja: en El está nuestro yo más íntimo: nuestra vocación. Y, al pie de la Cruz, nos deja por Madre a la Suya. Santa María; en expresión de Juan Pablo II: “modelo de nueva humanidad”; la persona humana más original de todos los tiempos, la que más ha amado y ama dentro y fuera del mundo.

La Cruz es la que, paradójicamente, hace posible la plenitud personal. La lógica de fuera del mundo no contradice sino que fundamenta la lógica del mundo. Así lo explica Juan Pablo II:”El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia.(...)La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca” ( Juan Pablo II. Carta Encíclica Fides et ratio. 23b ) La originalidad tal y como la hemos entendido no niega la personalidad de cada hombre; le hace sacar fuera lo mejor que lleva dentro. La unidad posibilita la comunicación de la pluralidad. La vida visible nos lleva al misterio de su por qué; y el misterio no mata la vida sino que la hace fascinante.

Por la Cruz de Jesucristo cada hombre puede saberse íntimamente elegido. La Cruz hace los momentos gratos más estelares, los tiempos cotidianos más llenos de sentido y los acontecimientos duros especialmente corredentores. La Cruz de Cristo es la que nos hace felices con fruición,la que genera la verdadera ilusión en el trabajo y el mejor sentido del humor en la convivencia, la que nos hace ir por la calle , como alguien ha dicho, viendo a la gente “más guapa”; y la que hace, en expresión de un amigo mío, que “no se vaya el santo al cielo sino que el cielo venga al santo”.

[1] Wittgenstein, L. Tractatus, 7.
[2] Cfr. Millán Puelles, A. La estructura de la subjetividad.Rialp Madrid, 1967.
[3] Frankl. El hombre en busca de sentido. Herder. Barcelona, 1979,p.78.
[4] Cfr.Spaeman,R. Felicidad y benevolencia.Rialp.Madrid,1991
[5] Cfr.Lewis, C.S. Los cuatro amores.Rialp.Madrid, 1991,pp.103-128
[6] Cita recogida enAlfa y Omega.Nº 1/ 9-XII-95.Madrid,p.27.
[7] Lewis, C. S. Op. cit. p.74.


José Ignacio Moreno Iturralde

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