Saturday, September 05, 2009

Historia de dos ventanas


Ahí estaba, quieta, viendo el paso de los días milenarios. Ante sus inmensos ojos cuadrados se sucedían multitud de escenas: arrullos de las madres a sus criaturas, juegos de niños, adolescencia, cumpleaños, fiestas familiares; también discusiones desagradables, enfermedades y fallecimientos. Ella, la ventana, contemplaba impertérrita todo lo que acontecía. Nada de lo humano le era ajeno a esa pequeña parte de la casa tan necesaria como ignorada. La ventana era poca cosa comparada con los espléndidos muebles de la sala de estar, la mesa del comedor y la bruñida puerta de entrada. Ella –la ventana- era una oquedad abierta al mundo: al sol, a la gente, a la ciudad, a la montaña. Al cerrarse calentaba la casa, al abrirse hacia entrar una brisa de oxígeno y de vida que regeneraba el hogar de los hombres.

Desde hace varios siglos la estaban convirtiendo en una especie de espejo donde se reflejaban las luces de neón de las intimidades humanas. La personas parecía que no miraban ya el mundo, se miraban a sí mismas, absortas en sus mundillos imaginarios. Aquel ambiente sedujo, asombró a muchos, pero terminó por enrarecer el aire. Ya casi ni se podía respirar: La emprendieron a pedradas contra aquel espejo mentiroso. La pobre ventana, que estaba oculta, acabó destartalada, rota, sin vidrios, pero se volvía a ver la luz del mundo. Ya, sin ni siquiera cristales, serviría para mirar de nuevo el cosmos, sin prejuicios. Ahí estaba: era la filosofía.

También sin cristales, abierta a una noche paradójica y llena de estrellas, otra ventana proyectaba la luz tenue y entrañable en el campo oscuro cercano a la casa. Dentro había un momento de inefable fraternidad. Envueltos en ese encanto, a los pocos momentos, se notaba la inminencia de un drama. La luz era bonita y modesta. Una luz sencilla que presagiaba un fulgor fuera de todo alcance. La ventana estaba ahí: era la teología.


José Ignacio Moreno Iturralde

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