Algún enfado en el tráfico
o en el trabajo, puede dejarnos mal cuerpo. Pero una cosa muy distinta, es
cuando se produce una discusión con alguien muy valorado y querido: un familiar
próximo, o un buen amigo. La otra persona ha tenido con nosotros un mal gesto,
una actitud negativa, y nos ha defraudado profundamente. Entonces, queda en
nosotros el amargo sabor del desengaño y el orgullo personal herido. No me
refiero aquí a actos notoriamente delictivos, con consecuencias penales, sino a
cosas de menos fuste, pero que pueden influir mucho en nuestro estado de ánimo.
Es la hora de intentar
serenarse, de dejar pasar algunas horas o días, y de pensar; es decir: de
ponerse en el lugar del otro. Quizás no solo tuvo ella o él la culpa, tal vez
una parte del problema estuvo en nosotros. Utilizar la cabeza requiere también
poner en funcionamiento de la perspectiva: La persona con la que nos hemos
enfadado probablemente ha tenido múltiples detalles buenos con nosotros, aunque
ahora nos haya fastidiado. Pienso que es importante insistir en que el sentimiento
no conoce, quien lo hace es la inteligencia y es ella quien ha de dirigir
nuestros pasos. De todos modos, la carga emocional experimentada puede ser tan
fuerte que nos lleve a tachar esa persona de nuestra cordialidad y afecto para
siempre. Tal vez consideramos ésta una actitud como señal de fortaleza y de
personalidad por nuestra parte, pero la verdad es que se trata de una respuesta
bastante vulgar. El rencor solo genera rencor, aislamiento y tristeza: un
ambiente tóxico que estrangula la cordialidad.
Aprender a perdonar puede
ser difícil; por esto, tal vez nos ayude un sabio consejo: querer querer, ya es
amar en cristiano. Si nos vemos sin voluntad de perdonar, podemos al menos
querer tenerla. El perdón nos hace ser más sensatos, positivos y mejores. Al
fin y al cabo, querer de verdad a una persona es quererla con sus defectos,
aunque en ocasiones haya que hacérselos ver con firmeza y amistad; es decir: de
un modo animante. La persona corregida, debe saberse querida por quien le hace
ver su error. Por otra parte, cada uno de nosotros también se ha equivocado,
quizás bastantes veces. También hemos podido defraudar a otros a quienes
apreciamos. Y es claro que desearíamos recibir su perdón.
Sin olvidar el valor de
la justicia y de la obligación de hacer valer nuestros derechos, probablemente
lo más humano que existe es la misericordia: el querer a los demás, sabiendo
poner el corazón en la miseria ajena. Querer es ante todo comprender, animar,
levantar. Se trata, como decía un buen amigo, de saltar por encima del propio
yo para enlazar a Dios con los demás. Entonces se calma el rostro, incluso se
esboza una leve sonrisa. La misericordia, que supone un cierto pisotearse a uno
mismo, da vida a los demás. Su poder es discreto en apariencia y enorme en
eficacia humana, porque enlaza con un misterio profundamente divino que,
asombrosamente, nos pide incluso perdonar a nuestros enemigos. La misericordia,
el perdón, es fuente de luz y de vida, y hace recobrar la alegría. Vencer el
orgullo personal y ofrecer el perdón, no es solo un ejercicio de
autodisciplina, sino un don de lo alto que hay que pedir con humildad.
Entonces, descubrimos lo más nuclear de la realidad: la misericordia es de tal
grandeza, que enlaza íntimamente con la vida de Dios.
José Ignacio Moreno Iturralde
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