Recuerdo a un gran amigo:
fue profesor y era un tipo muy querido por sus alumnos. En una excursión del
colegio, a la que yo también asistía como docente, mi amigo se puso a repartir
comida entre los chavales que asistían. Los chicos tenían entre dieciséis y
diecisiete años; y uno de ellos se quedó mirando a este profesor, que tanto
favorecía el almuerzo, y le dijo en voz queda: ”¿Pero usted de qué va?”… No
entendía muy bien aquella actitud de servicio tan notoria. El muchacho era
consciente de que aquél profesor era inteligente y maduro, pero no acababa de
comprender cuál era el secreto de aquél hombre para vivir así.
Todos agradecemos los
detalles que tengan con nosotros, y también entendemos la regla de oro del
comportamiento: trata a los demás como quieres que te traten a ti. Es algo que
tiene buena prensa. Incluso sabios del management y del mentoring, como Stephen
Covey, han demostrado la eficacia de un trabajo en el que el beneficio propio
redunde también en el de los demás. Pero no es menos cierto que a lo largo de
la vida se sufren bastantes decepciones no solo de desconocidos, sino de
personas queridas. Hemos de ser honrados y reconocer que, quizás alguna vez,
hemos sido nosotros mismos quienes hemos defraudado en mayor o menor grado a
otros. Además, las noticias cotidianas nos recuerdan la innumerable cantidad de
injusticias y barbaridades que se cometen en el mundo.
Llegados a este punto
parece sensato considerar que es interesante ayudar a otros, pero quizás con
medida. En ocasiones hay que reivindicar los propios derechos, incluso
denunciar a alguien que ha pretendido un mal para nosotros o nuestra familia.
Todo esto es cierto y de sentido común. También hay quienes rompen el
equilibrio, y se van al otro extremo con afirmaciones como “piensa mal y
acertarás” o “quien pega primero pega dos veces”. Regresando de a una actitud
ponderada, cabe plantearse: ¿Hay que querer con cálculo?...
Mi amigo profesor era un
gran profesional, sabía defender sus derechos y manejarse muy bien por la vida.
Pero iba más allá del cálculo; en su componente de entrega a los demás había
mucho de gozo y de alegría. El mismo
gesto de pilla satisfacción de quien ha hecho un gran negocio, afloraba a su
cara con frecuencia, en su trato cotidiano con sus semejantes. ¿Por qué? Porque
sabía querer y alegrarse del bien ajeno. Conste que también tenía sus defectos,
como todo hijo de vecino.
Pensar en los demás es
bueno y hacerlo de modo más permanente, como estilo de vida, es francamente
original. Pero disfrutar con una generosidad, que a menudo cuesta esfuerzo, es
algo más. Me parece que solo los demás por los demás no es una razón
enteramente suficiente. La historia muestra muchos casos en los que la
generosidad ha sido pagada con la injusticia; incluso con la muerte.
Muchos de nosotros hemos
recibido, junto con la vida, innumerables dones. La gratitud quizás debería
estar más de moda en nuestro día a día. Por otra parte, al hacernos cargo de
los problemas de muchos de los que nos rodean, los nuestros se pueden hacer más
pequeños. Con la prudencia que sea necesaria, la entrega de sí a otros es algo
nuclear y vivificador en nuestra propia identidad humana. También es muy
nuestra la paradoja que supone el esfuerzo por vivir de esta manera. Y aquí
podemos entender que la persona humana es alguien abierto a una generosidad sin
fronteras. Pero es preciso algo más: el monumental salto de vida de calidad
consiste en confiar en que esa generosidad sin fronteras es una realidad
personal muy superior y anterior a nosotros mismos. Se trata de algo que da un
poco de vértigo; pero es un vértigo de alegría y satisfacción, como el del
paracaidista que termina felizmente su salto.
Quizás fuera esta la
perspectiva de mi amigo, una visión más lista y elevada de las cosas porque
había aceptado algo que él no podía darse a sí mismo: una especie de fantástico
paracaídas para afrontar el vuelo del vivir con los demás, de un modo generoso
y motivador.
José
Ignacio Moreno Iturralde
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