Las tristezas de los
niños suelen ser pasajeras. Experimentan sus limitaciones con una confianza
inconsciente y absoluta en sus padres. Pese a lloros y enfados, se saben
seguros y, por esto, vuelven con prontitud a sus juegos y risas. No estoy
seguro de lo que les sucede en condiciones muy adversas, pero pienso que, si
los pequeños están acompañados y protegidos, el apoyarse en sus mayores les
hace tener un escudo poderoso ante la dificultad.
Los adultos tenemos un
gran apego a nuestra autonomía y cuando padecemos una seria contrariedad, o
metemos la pata a base de bien, podemos negar cínicamente la situación o
admitirla, experimentando un serio y prolongado bajonazo de ánimo. Nos
consideramos responsables ante nosotros mismos: somos o unos grandes tipos o
unos desgraciados. Estas dos opciones pueden ser las dos caras de la misma y
falsa moneda: un orgullo exagerado. El remedio es recuperar nuestra condición
filial, que es un síntoma característico de una madurez con solera.
La tristeza, comprensible
ante muchas situaciones, es bastante autorreferencial y pegajosa. Limita
nuestra contribución a la vida. Es inhumano no experimentar la tristeza, pero
también lo es estar instalado en ella. Y, sin embargo, a veces podemos
desanimarnos ante la realidad de nuestro carácter. Ahora bien, si uno se sabe
miembro de una familia y amigo de un buen número de tipos con defectos y
virtudes como nosotros, la cosa cambia. En cuanto vemos nuestra problemática
con una óptica más de equipo, buena parte del problema se soluciona. Si a esto
añadimos una fe sincera y sencilla en nuestra condición cristiana de hijo de
Dios -siendo conscientes de la fuerza y seguridad que esto lleva consigo- se
produce un cambio de perspectiva de nuestra propia vida: no soy Superman, ni un
desgraciado, sino Pepe Pérez -por ejemplo-, con toda la grandeza personal que
conlleva ese sencillo y grandioso nombre. Estamos hablando de un ser humano que
puede ser perdonado y perdonar, lo que es una enorme fuente de alegría.
Es importante destacar
que no podemos juzgarnos por los bandazos de los sentimientos. El terreno firme
de las decisiones libres guiadas por una inteligencia serena, sabia y
humildemente asesorada, son los cimientos más adecuados para ir edificando
nuestra vida. Es importante que nuestros pensamientos, acertados, regulen
nuestros sentimientos; no al revés.
De esta manera se va
llegando a la convicción, por las relaciones familiares, la amistad y la
gratitud, de que es posible tomarse la vida de un modo sinceramente alegre y
divertido. Gozar de la existencia no significa consumirla, sino compartirla en
un clima cordial. Entonces, la alegría se va enseñoreando del alma y se siente
la gozosa tarea de procurar hacer felices a los demás, que es el camino más
rápido para serlo uno mismo.
Este espíritu divertido
no es untuoso, no crea lazos posesivos, es desinteresado, suelto y libre como
los aires y ríos de los montes. Tampoco es ingenuo o memo, sino profundamente
sabio. Ayuda a no darnos demasiada importancia y a fijarnos más en lo que
necesitan quienes tenemos más cerca. Subimos así hacia arriba, volamos alto.
Por esto, el espíritu alegre y divertido -en diferentes escalas- me parece que
es común a los hombres, a los ángeles y a Dios. Y si la condición humana nos
vuelve a bajar al terreno de la precariedad o la enfermedad, nuestro factor
divino puede esbozar de vez en cuando una sonrisa convincente.
José Ignacio Moreno Iturralde
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