Hace tiempo recuerdo con
gozo el canturrear de unos albañiles trabajando en plena faena. En otra
ocasión, una camarera de mi barrio me puso un estupendo manojo de churros con
la mejor de sus sonrisas que, sin embargo, no podía esconder una cara de gran
cansancio. Después de preguntarle, me dijo que se había pasado la noche en vela
en un hospital cuidando a su hija. Cosas como estas afloran más que las setas
en noviembre y no deberíamos olvidarlo. Una cosa es un optimismo sin sentido y
otra el sinsentido de vivir sin optimismo. Toda persona con cierta madurez se
da cuenta del enorme caudal de injusticias que se vierten en el río de la vida.
En otras ocasiones se producen catástrofes o accidentes, que pueden ser objeto
de noticias precisamente por su anormalidad. Además, con frecuencia, se
presenta como normal una perspectiva ceniza, gris y anormal de la existencia.
Si se extinguieran los
elefantes, nos alegraríamos de ver una pareja de paquidermos supervivientes
barritando por la sabana. Si nos viéramos dentro de una ciudad abandonada, sin
un alma a la vista, es probable que nos llenáramos de desolación. Si ya nadie
nos corrige porque a nadie importamos un bledo, comenzaríamos a sentirnos
insignificantes.
Como ya escribiera
Chesterton en su libro Ortodoxia hay algo en nosotros que está vuelto del
revés. La condición nativa del ser humano, sigue diciendo este autor, debería
ser la alegría. Pero tantas veces no sucede así. Está claro que hay momentos,
incluso etapas, especialmente duras que no se prestan al jolgorio. Pero lo que
es ridículo es poner cara de hombre duro y avinagrado ante el espectáculo de la
existencia.
Durante algunas
enfermedades la comida nos sabe poco. Quizás tengamos el espíritu enfermo, y
por esto también la vida cotidiana nos sabe a poco. Chesterton relaciona esta
actitud con el pecado original, ese dogma cristiano sin el que es muy difícil
entender a la humanidad y entenderse a uno mismo.
La humildad de reconocer
que no somos causa de nuestra vida, y la gratitud ante ella, pueden revitalizar
nuestro ánimo dando a nuestro vivir sencillez, fortaleza, espíritu práctico, y
ganas de tirar hacia adelante para que otros lo hagan también.
La eudaimonía de los
griegos, eso de llevarse bien con uno mismo para ser feliz, pasa por nuestra
capacidad de convivir con los demás. Y en esta escuela del saber querer hay
mucho en lo que esforzarse para ir aprendiendo. Sucede entonces que las
pequeñas, o no tan pequeñas, meteduras de pata diarias son motivo de superación
y de cierto enfado, pero nunca son un expediente para la desesperación. ¿Cómo
es posible que esto me ocurra a mí?... Es una pregunta formulada con parámetros
equivocados… Claro que es posible que me cueste esto o lo otro, porque tengo
cierta inclinación a caer de bruces. Tal vez esto también sucede para que nos
demos menos importancia.
La vida cristiana pone un
gran complemento real a nuestras vidas: la ayuda divina se experimenta como
algo necesario para vivir más humanamente. Y es esta precariedad nuestra,
levantada y asistida por fuerzas superiores a nosotros mismos, la que nos hace
vivir con más alegría y a veces también con sentido del humor. Se redescubre
que hay gente que nos quiere y esto nos llena de sentido, que es en el fondo lo
que nos hace capaces de sonreír con franqueza.
José
Ignacio Moreno Iturralde
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