Para hablar sobre la
madurez hay que ser consciente de la inmadurez que uno tiene. Esto nos hará
hablar con cierta humildad, la cual supone ya una cierta madurez.
El amor se entiende mejor
encarnado en las personas a las que más queremos. Vemos entonces que nos
importan más ellas que nuestros sentimientos. Considerar el amor exclusivamente
como una emoción es una inmadurez. El amor se demuestra en obras de
generosidad. Es muy distinto el amor a mi madre que el amor a mi abuelo, pero se
parecen en que quiero el bien para ellos con hechos concretos. Esto debe
suceder en todos los amores que realmente lo sean, de lo contrario se trata de sucedáneos;
es decir: de timos.
Los sentimientos son
importantes, pero no conocen. Por esto: un amor maduro ha de ser inteligente, realista.
Si me troncho de risa en el entierro de un familiar estoy como una cabra; y si
lloro amargamente por la muerte de un mosquito tengo tanto cerebro como él.
El amor maduro se
demuestra con actos de generosidad, de entrega, de pisar el propio yo para que
la persona querida esté mejor. Es la experiencia de millones de madres y de
padres en la relación con sus hijos e hijas. Algo análogo ocurre en la relación
conyugal: la felicidad de los hijos tiene mucha relación con la fidelidad de
sus padres; y al revés. Cuando los ojos de la mujer y de su marido se
encuentran en los de sus hijos, se produce un círculo virtuoso de afecto. Si un
matrimonio no tiene hijos siempre podrán mirarse el uno al otro, quizás de un
modo muy profundo, procurando el bien de los demás. Cuando uno encuentra
sentido, verdad y ayuda para ser fiel, es cuando está en camino de vivir un
amor maduro; porque el amor nunca pasa y, si pasa, no es amor. Esta frase nos
eleva a un amor purificador y generador de vida; algo divino que nos hace más
humanos.
La proliferación del
divorcio y de las relaciones sexuales descomprometidas, supone la expansión de
la esclavitud y de la amargura. Es mucho mejor permanecer dentro del barco con
un rumbo claro, que acabar siendo un naufrago en el mar, desengañado por sirenas
más falsas que un euro de plástico.
El amor maduro da fruto,
está abierto a la vida, y entiende la sexualidad como una puerta a algo mucho más
grande: la familia. Por esto, este amor sacrificado y lleno de molestas puñetas
cotidianas es fuente de alegría y de buen humor. Además, crea personalidades
optimistas, recias y con ganas de comerse el mundo.
La sabiduría cristiana
afirma que “Dios es amor” (1Jn 4, 7-9) y que lo que “Dios ha unido no lo separe
el hombre” (Mt 19:6). Por esto, la familia que reza unida permanece unida. Sin
embargo, por muy mala que fuera nuestra situación, por muy rota que estuvieran
nuestras relaciones familiares, siempre hay una referencia de luz; tanto más
significativa cuanto más negra fuera la oscuridad. No parece que la Magdalena
ni el buen ladrón llevaran vidas muy logradas, pero lograron alcanzar un amor
realmente maduro y grandioso.
La madurez tiene mucho
que ver con el reconocimiento de los propios errores y con la sabiduría de
saber aprender de ellos. Esto nos recuerda la vida de los niños y su enorme
capacidad de sonreír y disfrutar. Por este motivo, siendo hombres y mujeres
hechos y derechos, hemos de redescubrir nuestra condición de hijos para ser
personas sinceramente alegres. Gente que ha tragado quina, que se ha bebido sus
lágrimas, pero que es capaz de saberse muy querida y de querer. Así, poco a
poco, iremos adquiriendo un amor más maduro, que es el único que puede hacernos
felices.
José Ignacio Moreno Iturralde
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