Hace ya unos años, hice
el Camino de Santiago con un nutrido grupo de alumnos de doce años. Mis
expectativas de controlar la situación -íbamos tres profesores para unos
treinta alumnos- no estaban del todo claras. En una de las etapas del camino,
paramos a comer en una pulpería de un pueblo llamado Melide. Al entrar iba yo
meditabundo y un camarero gordo y feliz, al que no conocía, me espetó: “Alegra
esa cara, hombre”. Me sentó bien la fraterna recomendación, y entablé
conversación con aquél hombre. Todos comimos y descansamos plácidamente. Hablamos
animadamente con el simpático camarero, que se sentó un buen rato con nosotros.
Uno de los temas abordados era relativo a unos hijos de familiares suyos, para
los que estaban buscando un buen colegio. Le dimos algún consejo al respecto.
El caso es que nos despedimos y salimos con nuevos bríos para acometer el final
de la etapa.
Pocos días después
llegamos a Santiago, fuimos a misa a la catedral, y dimos el abrazo al apóstol.
El resumen del camino es que todos nos lo pasamos bomba. Al llegar a la
estación, antes de coger el tren de vuelta a Madrid, un profesor que regresaba
en el coche de apoyo que habíamos utilizado esos días, nos dijo a sus dos
colegas que nos quedábamos con los chicos: “Por cierto, esto es de parte del
camarero de Melide”. Eran tres botellas de vino gallego para cada uno de los
profes. Aquello me causó asombro: siempre recordaré la alegría de vivir y la
generosidad de aquel camarero.
Asombrarse ante las cosas
de la realidad es una actitud muy propia de los niños. Es realmente
rejuvenecedor recordar tiempos en que uno iba a excursiones en busca de ranas y
de pájaros de colores. Posteriormente hay sucesos especialmente llamativos que
llaman nuestra atención: el gol espectacular de un famoso futbolista, o la
alegría de la gente a la que le toca el gordo de la lotería; pero, ante todo,
destaca la llegada al mundo de un hijo o una hija, alguien radicalmente nuevo y
querido.
Es cierto que con el paso
del tiempo algunos se recrean en la contemplación de los paisajes, o en el
cuidado de las plantas, pero la prevalencia de lo cotidiano puede hacer que nos
asombremos de pocas cosas. Sin embargo, una de ellas es la mejora inesperada en
el carácter de algún amigo o familiar: esto sí que es una grata novedad. Hasta
tal punto, que un buen ejemplo puede llevar a renovarnos por dentro y a tener
deseos de mejora personal en aspectos concretos de nuestra vida. Desde luego,
cuando alguien tiene acceso a un manantial de renovación interior y la lleva a
cabo, las consecuencias de esos actos pueden extenderse como las ondas de la
piedra tirada en el lago.
El camarero de Melide no
tenía un tipo de vida muy asombrosa, pero su actitud ante ella sí que lo era.
Tenía la capacidad de hacerse cargo de las necesidades de otros, y lo que es
todavía más admirable es que disfrutaba ayudando a resolverlas.
José Ignacio Moreno Iturralde
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