Al escuchar la palabra
profecía alguno puede pensar en algo raro, excéntrico, que quizás suscita curiosidad. Por otra parte, hoy parece valorarse mucho la autonomía: el
empleo de la libertad en busca de éxitos profesionales, satisfacciones
afectivas y bienestar material. Sin embargo, lo que debería dar miedo es
entregarse exclusivamente a la búsqueda de tales objetivos, sin duda
interesantes, porque son notoriamente pasajeros.
En un universo tan
inmenso y con una historia tan larga, la vida de cualquier persona sensata
debería estar en la búsqueda de referencias sólidas, de criterios firmes para
vivir con acierto. Algunos argumentos pronunciados con autoridad pueden ser enormemente
valiosos, como los que da un padre o una madre a sus hijos, si son explicados
con cariño, razones y con el ejemplo personal.
Las civilizaciones con más
humanidad y sensatez, han entendido la religión como un modo de dar gracias y
pedir ayuda a un ser divino. No hay nada más inhumano y desolador que un
materialismo craso que termina en los trapos de la mortaja.
Los hombres de todos los
tiempos han buscado profecías que esclarezcan el sentido de la vida, con mayor
o menor acierto. Al respecto, el cristianismo ha traído algo radicalmente
novedoso: durante siglos, los profetas del pueblo de Israel anunciaron el
nacimiento del Mesías, el Hijo de Dios; hasta que históricamente sucedió
en Jesucristo. Toca a cada uno pensar sobre el impacto diario en la propia vida
de este hecho, que da sentido al mundo. Si lo pide con humildad, el ser humano
es alcanzado por la luz divina de la fe.
Cuando una mujer o un hombre cristianos, a través de Iglesia fundada por el Hijo de Dios y de la Virgen María, vive esta asombrosa Profecía cumplida en la realidad, no se encuentra solo con un acontecimiento lejano en el tiempo. Ser cristiano supone, por los sacramentos, la oración y las buenas obras, el contacto diario con el Espíritu de Dios, como hijos suyos. Entonces se va entendiendo que podemos vivir una hermandad real con Cristo, pese a nuestras limitaciones. Uno se da cuenta de que su intimidad necesita ser compartida con quien más lo merece. Se empieza a vivir entonces más en sintonía con el corazón del Señor y, sin cosas raras, uno va encontrando la felicidad de una vida compartida con Dios y con los demás, que es el modo más pleno de ser libres.
José Ignacio Moreno Iturralde
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