Un amigo me dijo una vez:
“mira que te mira Dios, mira que te está mirando”. El ripio me cayó simpático y
animante porque siempre me han enseñado que Dios es un Padre bueno.
Mirar a Dios tiene algo
de misterio: Él no es una montaña, ni un río, ni tampoco el conjunto del
universo. ¿Cómo podemos mirar entonces a alguien que ni siquiera vemos?...
Pongamos algunos ejemplos: no vemos las leyes de la naturaleza, sino sus
manifestaciones. Tampoco vemos la luz, estrictamente hablando, pero gracias a
ella vemos todo lo demás. Si observamos una película gracias a un proyector, éste
no está dentro de la pantalla, pero posibilita su emisión. Cuando vivimos la
novela del mundo, como dice Chesterton, podemos encontrarnos con su autor. Sería
una mirada de muy corto alcance afirmar que solo existe lo que se ve.
Mirar a Dios significa
querer hacer su Voluntad, entender nuestra vida como un camino que, pese a sus
dificultades, tiene todas las papeletas para culminar en una victoria
definitiva. Esta mirada supone vivir la vida con más sentido, con esperanza,
porque aspiramos a algo grandioso que está más allá de la muerte. Es lógico
querer conseguir éxitos y logros en el mundo; y muchas veces es estupendo. Pero
no es menos cierto que cuando nos miramos excesivamente a nosotros mismos,
surge un ridículo orgullo o la tristeza que se experimenta al palpar nuestras múltiples
limitaciones.
Mirar a Dios es devolver
la mirada a quien nos mira; es encontrar nuestra más genuina fuente de
identidad, que promueve la libertad personal empleada en saber querer. Dicen
que amar es como decir “es bueno que existas”. La existencia de Dios nos revela
el sentido de la nuestra: somos sostenidos en el ser y profundamente queridos.
Los horrores del mundo
nacen de los límites de la naturaleza y del mal uso de la libertad humana. El
mal surge al cortar nuestra relación con Dios, que nos une a los demás. El
error moral está en querer hacer la propia voluntad en contra del providencial
camino que Dios nos ha dispuesto, a veces difícil de entender. El sendero
divino no coarta nuestra libertad, sino que la lleva a buen puerto. El
cristianismo identifica tal camino con el propio Dios hecho hombre, con
Jesucristo. Él es el camino donde nos mira y conoce.
Por esto, cuando miramos
a Dios, cuando seguimos sus pasos, surge la alegría, divisamos nuestra
estrella, comprendemos nuestra sencilla vida personal íntimamente relacionada con
la de todos los hombres. Y aunque tengamos debilidades, aparece la paz interior
que surge de la verdad y la visión más profunda del ser humano: somos imagen y
semejanza de Dios.
José Ignacio Moreno Iturralde
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