Ayer me fijé como varios
hijos se encontraban con su padre. Eran chicos de unos dieciocho y veinte años.
Sus rostros de alegría e ilusión eran llamativos. Esto me ha recordado que la
condición humana más originaria es la de ser hijos o hijas. Toda hija o hijo
necesita del cariño de su madre y de su padre, y ante todo del cariño de sus
padres entre sí. Así es como crecen chicos y chicas con seguridad y bienestar,
superando las adversidades de la vida. Ahora bien, toda esa felicidad de la
infancia, así como la seguridad que dan los padres a sus hijos jóvenes o
adultos, supone un serio esfuerzo. Se trata, ni más ni menos, de poner el yo en
un segundo lugar para darse al cónyuge y a los hijos.
Ahora que abundan las
separaciones y los divorcios, sin pretender juzgar a nadie, quisiera recordar
el valor insustituible de un padre fiel. El hombre sencillo y fuerte que está
ahí, disponible para lo que su mujer y sus hijos necesiten. Se trata de un
personaje frágil, con defectos, pero que ha decidido frenar sus ambiciones,
templar su corazón, cuidar los detalles, comprender, perdonar y, cuando sea
preciso, exigir con la palabra serena y el ejemplo vivido. Los motivos para
actuar de tal modo no son tanto fruto de unas situaciones satisfactorias, como de
una determinación de la inteligencia y la voluntad, guiadas por una estrella
luminosa que trasciende los sentimientos. Es una luz cercana, pero solo visible
por unos ojos limpios.
Puede suceder que la generosidad
personal no sea correspondida, sino incluso traicionada. Pero queda, al menos,
la paz de haber hecho todo lo posible en algo de vital importancia. Sin
embargo, la actitud de sacrificio y abnegación familiar suele ser admirada y
querida. Entonces, los frecuentes límites de la vida son tomados con buen
humor, los serios contratiempos con resignación, y las alegrías con gratitud.
La vida cotidiana deja de ser sosa porque hay proyecto, sentido y, sobre todo,
amor. Por lejos que nos encontremos de esta situación, siempre se puede recomenzar,
con fe, esperanza y dejándose ayudar.
Esta es la gran paradoja
de quien ha decidido vivir para su familia: que su vida es atractiva y que, sin
darse cuenta, ese padre fiel es feliz.
José Ignacio Moreno Iturralde
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