Wednesday, August 10, 2022

La persona humana: un ser que balbucea.


Aceptar nuestra propia vida es lo mejor para conquistarla. Poseerse es un requisito para darse. Además, este salir fuera de nosotros mismos no nos derrama, sino que nos llena. Para entenderlo mejor, fijémonos en las tendencias de nuestras facultades: el tacto puede mostrar amistad o rebeldía. El gusto opta por la sobriedad o por el hartazgo; es decir, por el mal gusto. El olfato detecta lo agradable y lo desagradable. El oído está con disposición abierta o cerrada. La buena vista enfoca lo que merece la pena. Lo común a todos ellos es su imposible reflexividad: el tacto no se toca a sí mismo, ni el gusto se gusta, ni el olfato se huele. El oído no se oye, y la vista no está hecha para verse. Todos los sentidos se dirigen a algo distinto a ellos mismos: el mundo.

La imaginación es la creativa o “la loca de la casa”, como decía Teresa de Ahumada. La memoria nos da la firmeza de nuestra biografía. Tenemos imaginaciones y recuerdos, pero tampoco la imaginación se imagina ni la memoria se recuerda.

La inteligencia sí que puede entenderse a sí misma, o intentarlo. También queremos nuestra propia voluntad. Estas capacidades racionales sí que son reflexivas. Si no pensamos, nos comportamos según la veleta de las apetencias. Si pensamos demasiado podemos enloquecer. Inteligencia y voluntad están hechas para ofrecer respuestas libres y personales adecuadas a la realidad. El corazón es lo más noble que tenemos, pero puede ser también lo más mezquino. Tiende a lo sublime o a lo maligno; y en ocasiones está más zumbado que un pandero. Hay un sano amor propio, pero ya dijo Chesterton que “al que se enamora de sí mismo, no le envidio en el cortejo”. El corazón necesita ser querido y tiende a querer a alguien distinto y complementario a él. Amar, vivir con un ritmo de esperanza, es la actividad más satisfactoria del ser humano.

En todas nuestras capacidades hay una insuficiencia en sí mismas, un buscar algo fuera de ellas. En muchas dimensiones de nuestra vida cotidiana suele haber algo inacabado, insatisfecho; “un no se qué, que queda balbuciendo”, según dijo un poeta. De niños balbuceamos con las palabras, de mayores con los actos, de ancianos con el cuerpo y el alma. Todo esto refleja nuestro límite y nuestro horizonte. No buscamos solamente nuestra media naranja, sino que necesitamos originaria y radicalmente el sol entero. No nos conformamos con fragmentos de la existencia, sino que estamos hechos para encontrar una respuesta llena de sentido respecto a una vida plena. La muerte será un momento en que quizás no podamos decir todo lo que queremos. Pero, si hemos vivido con confianza y rectitud, encontraremos entonces la definitiva Palabra de vida. Por esto nuestro balbuceo, nuestra fragilidad, es el símbolo de nuestra grandeza.


José Ignacio Moreno Iturralde

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