Aceptar nuestra propia vida es lo mejor
para conquistarla. Poseerse es un requisito para darse. Además, este salir
fuera de nosotros mismos no nos derrama, sino que nos llena. Para entenderlo
mejor, fijémonos en las tendencias de nuestras facultades: el tacto puede
mostrar amistad o rebeldía. El gusto opta por la sobriedad o por el hartazgo;
es decir, por el mal gusto. El olfato detecta lo agradable y lo desagradable.
El oído está con disposición abierta o cerrada. La buena vista enfoca lo que
merece la pena. Lo común a todos ellos es su imposible reflexividad: el tacto
no se toca a sí mismo, ni el gusto se gusta, ni el olfato se huele. El oído no
se oye, y la vista no está hecha para verse. Todos los sentidos se dirigen a
algo distinto a ellos mismos: el mundo.
La imaginación es la creativa o “la loca
de la casa”, como decía Teresa de Ahumada. La memoria nos da la firmeza de
nuestra biografía. Tenemos imaginaciones y recuerdos, pero tampoco la imaginación
se imagina ni la memoria se recuerda.
La inteligencia sí que puede entenderse a sí
misma, o intentarlo. También queremos nuestra propia voluntad. Estas
capacidades racionales sí que son reflexivas. Si no pensamos, nos comportamos
según la veleta de las apetencias. Si pensamos demasiado podemos enloquecer. Inteligencia
y voluntad están hechas para ofrecer respuestas libres y personales adecuadas a
la realidad. El corazón es lo más noble que tenemos, pero puede ser también lo
más mezquino. Tiende a lo sublime o a lo maligno; y en ocasiones está más
zumbado que un pandero. Hay un sano amor propio, pero ya dijo Chesterton que
“al que se enamora de sí mismo, no le envidio en el cortejo”. El corazón
necesita ser querido y tiende a querer a alguien distinto y complementario a él.
Amar, vivir con un ritmo de esperanza, es la actividad más satisfactoria del
ser humano.
En todas nuestras capacidades hay una
insuficiencia en sí mismas, un buscar algo fuera de ellas. En muchas
dimensiones de nuestra vida cotidiana suele haber algo inacabado, insatisfecho;
“un no se qué, que queda balbuciendo”, según dijo un poeta. De niños
balbuceamos con las palabras, de mayores con los actos, de ancianos con el
cuerpo y el alma. Todo esto refleja nuestro límite y nuestro horizonte. No buscamos
solamente nuestra media naranja, sino que necesitamos originaria y radicalmente
el sol entero. No nos conformamos con fragmentos de la existencia, sino que
estamos hechos para encontrar una respuesta llena de sentido respecto a una
vida plena. La muerte será un momento en que quizás no podamos decir todo lo
que queremos. Pero, si hemos vivido con confianza y rectitud, encontraremos
entonces la definitiva Palabra de vida. Por esto nuestro balbuceo, nuestra
fragilidad, es el símbolo de nuestra grandeza.
José Ignacio Moreno Iturralde
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