Uno de los momentos de mayor alivio, tras
un día de duro trabajo, es llegar al propio cuarto, tumbarse en la cama y expresar
rotundamente: “que me dejen en paz”. Cuando se ha conseguido descansar algo,
llega el momento de volver a salir. Entonces se saluda a un familiar, o a un
amigo, y no sería de extrañar que le pidiéramos un pequeño favor. Quizás este
conocido nos atienda muy bien, al mismo tiempo que dice para sus adentros la
misma queja que nosotros formulamos al principio. Estamos rodeados de tipos
pesados que requieren de nuestros servicios y nos fríen. Pero nos damos cuenta
de que nosotros mismos pertenecemos a esa misma especie de “homo pesadisimus”.
Por otra parte, una vez vi a un señor en
la calle que se pegaba a una columna y asomaba la cabeza hacia otro lado, con
un extraño gesto que me alarmó. En seguida me di cuenta que su hijo pequeño
estaba donde el padre juguetón dirigía su mirada. Está claro que pasar tiempo
con los hijos, o con el cónyuge al que queremos con toda el alma, es algo
profundamente humano. Alguien ha dicho que la talla moral de una persona está
en su capacidad de hacer familia. Ser alguien que quiere y es fiel a los suyos,
a las duras y a las maduras, siempre será algo muy valorado. Quien es así, o se
esfuerza por serlo, tiene también un imán agradable en el trato con el resto de
las personas.
De vez en cuando encontramos caras
serenas, o sinceramente sonrientes que juegan otra liga. Parece como si
disfrutaran ayudándonos. Recuerdo a un señor que prestó dinero a un amigo suyo,
con auténtico regocijo. Otro ejemplo que he presenciado es el de un camarero
que servía en una cafetería, donde habría en la barra unos treinta clientes.
Trabajaba con rapidez, eficacia y simpatía. Sus brazos de disparaban como los
de un pulpo en diversas direcciones sirviendo cafés, copas y tostadas. Lo hacía
disfrutando, como un perro de caza corriendo entre la maleza del bosque. La
verdad es que hay bastante gente servicial, que trabaja con gran
profesionalidad y afán de servicio. Muchos desempeñan profesiones sencillas y
nos ayudan eficazmente, casi sin que nos demos cuenta. ¿No tendrá algo que ver
la sencillez con todo esto?
Ser sencillo es ser humano; es decir: acogedor, comprensivo, animante y exigente. ¿Por qué a veces no somos el que deberíamos ser? Porque estamos al revés. Nuestros ojos y nuestra mente no deberían funcionar como espejos, porque son ventanas: están para percibir y entender primeramente a los que nos rodean. Sin embargo, con frecuencia estamos encorvados hacia el suelo de nuestros intereses. El peso de los demás es el que endereza nuestra postura envejecida y compleja. Se va levantando nuestra columna vertebral y vemos entonces el horizonte, el sol y las estrellas. Recuperamos la alegría de vivir y de servir, con una visión de muy largo alcance. Y aunque de vez en cuando deseemos que nos dejen en paz, entendemos que lo que realmente ansiamos es la paz interior: la que viene de darse a los demás.
José Ignacio Moreno Iturralde
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