No hay árboles cuyos frutos sean cachorros
de sabueso o de perro labrador. Esta aguda reflexión no está hoy de más, para
hablar de la naturaleza de los seres. Actualmente el término naturaleza les
suena a muchos como algo rancio, antiguo, intolerante. Sin embargo, las vacas siguen
mugiendo plácidamente y los burros continúan rebuznando con fruición. Por otra
parte, los enemigos de las naturalezas, como era de esperar, no suelen negar la
suya a la hora de comer o de ir al baño.
Respetar la naturaleza del batracio o del
ciervo, requiere darse cuenta de su diversidad. Un afecto hacia la naturaleza
en general, como si todo fuera lo mismo, puede llevar a algún iluminado a dar
su vida por salvar la de una rana o a meter en la cárcel a los dependientes de
una carnicería. El amor ordenado y sensato por la naturaleza física, va de la
mano con un estudio de los parecidos y las diferencias entre los distintos
modos de ser.
Más maravilloso que los propios modos de
ser es que las cosas sean, existan. Algo que, rodeándonos por todas partes e
invadiendo nuestra propia identidad, nos resulta vulgar a pesar de que sea
milagroso. Un paseo por el sistema solar, y quizás por la entera Vía Láctea,
nos llevaría a asombrarnos ante la realidad de una gamba. Las cosas funcionan
según las leyes del universo, pero tales leyes no han creado ninguna sola cosa,
como señaló C.S. Lewis: sumar mil euros más otros dos mil, no pone tres mil
euros en mi bolsillo pobretón.
Cuando Tomás de Aquino asegura en su
tercera vía la realidad de un ser necesario del que los demás dependan
absolutamente, no está flipando sino haciendo un ejercicio de sensatez. Esto no
es contrario a la evolución, sino más bien su presupuesto. Gracias a que son,
los seres pueden evolucionar según sus respectivas naturalezas -que tienen algunos
aspectos permanentes y otros cambiantes-.
Hay quienes afirman que el mundo salió de
la nada por aburrimiento, que pasar de ameba a elefante es solo cuestión de
tiempo, y que ante el engrudo cósmico que nos rodea solo cabe la alegría de máscara
de alguna fiesta nocturna o la grave y triste seriedad de la rutina diaria.
Pero todo esto no es un ejercicio de cordura, sino de necedad. El materialismo
como explicación de la vida es absurdo, porque el propio razonamiento
trasciende la materia.
Los seres tienen naturalezas asombrosas,
pero lo más asombroso es que sean. Y en esa aventura de la existencia está
sostenida por una voluntad creadora, trascendente a nosotros, que hace posible
entender la mágica diversidad del mundo como un hogar donde se canta, donde
cada cosa tiene un nombre.
José Ignacio Moreno Iturralde
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