Leer solamente el título de este apartado
puede llevar a mucha gente a cerrar inmediatamente el ordenador y a zambullirse
en la piscina más cercana, ahora que aprieta el sol. Escribo en España y aquí,
por muy acertados y sutiles que fueran mis razonamientos -cosa que no ocurrirá-,
existen otros modos más atractivos de emplear el tiempo: echarse una siesta, ir
a la playa o tomarse algo en un bar. Solamente estas palabras serán asequibles
a uno o dos buenos amigos, en razón de nuestra amistad y de su admirable
paciencia.
La cordialidad, el amor auténtico en
cualquiera de sus formas, tiende a respetar y valorar la identidad de la
persona querida. Cuando nos sabemos apreciados nos sentimos llenos de sentido.
Sin embargo, un cariño ciego terminaría por hacernos caer en un precipicio. El
amor tiene que ser ordenado y validado, al menos en parte, por la lógica. Por
una lógica que respete la naturaleza de las cosas, más allá de los intereses
personales. Un amor que llevara a lesionar la justicia o la imparcialidad sería
falso.
Por otra parte, una lógica desarraigada
del amor se convierte en una férrea actividad, con la que se destroza la
identidad de los demás y la propia. Solo con sesudos razonamientos podríamos
llegar a la conclusión que el mundo, la familia y la propia vida no merecen la
pena. La sola razón puede llevar a la aniquilación del ser humano.
Tomás de Aquino dice algo parecido a esto:
Aunque la inteligencia tenga prioridad sobre la voluntad y el corazón, porque
ella es la que capta la veracidad de las cosas, amar es más importante que
entender. Entender lleva a analizar; amar nos lleva a unirnos a lo que queremos.
Tendemos naturalmente a la felicidad y solo se puede ser feliz amando. Razonar
es un medio, amar es un fin; con ese amor que nos hace ser mejores. Confundir
un fin con un medio es un peligroso modo de mentir.
Intentar vivificar el pensamiento con el
amor es el modo más acertadamente humano de pensar.
José Ignacio Moreno Iturralde
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