Hay algo más arriesgado que comprometerse:
no comprometerse. Esto se debe a que la categoría moral de una persona está
relacionada con la categoría de los compromisos que adquiere.
Existen responsabilidades divertidas, como
ser hincha de un equipo de fútbol; que a veces se toman demasiado en serio. Se
diagnosticaría como muy preocupante, que un aficionado de un equipo se pasara a
otro equipo rival. Quizás si un padre se cambiara de chaqueta futbolística en
atención a su hijo, tal problemática acción sería juzgada con atenuantes. Pero
la verdad es que no pasa absolutamente nada si me paso a defender otros colores
en la liga. Por lo menos se pueden admitir opiniones diversas al respecto.
Nos encontramos con otros compromisos más
serios, como los profesionales. Dejar en la estacada a una empresa, sin
respetar las condiciones del contrato, es una falta de profesionalidad. Por
supuesto puede suceder a la inversa. Los pactos son para cumplirse, decían los
romanos. Ahora bien, la índole de este compromiso es un contrato laboral, que
no me obliga a una permanencia perpetua.
También se dan compromisos cruciales, para
toda la vida. En estos compromisos juega un papel muy relevante la libertad, porque
aun siendo los más importantes no son obligatorios. Si decido casarme, lo hago
porque quiero; pero la magia del matrimonio es que es para toda la vida. Sobre
el amor conyugal se puede decir, como alguien me enseñó, que el amor nunca pasa
y si pasa no es amor. La naturaleza del matrimonio pide esa permanencia, de la
que tan beneficiados salen los hijos. Ciertamente hay excepciones que pueden
anular la viabilidad y la veracidad de una unión. Pero otra cosa es supeditar
el matrimonio al personal estado de satisfacción emotiva, que suele ser
variable. De las rupturas, actualmente tan habituales, surgen vidas
fragmentadas, desarraigadas e inseguras.
Establecer un compromiso de por vida,
requiere creer en algo más que un satisfactorio electrocardiograma de mi felicidad.
Supone estar convencido de que hay algo por encima de la cabeza de los cónyuges,
que les ayuda a tener un mismo corazón. Pese a todas las mareas y tormentas del
mundo, quien tiene y cuida un cable que lo ata al firmamento, podrá llevar la
barca de su familia al puerto de la promesa cumplida. Esto es lo que realiza a
la mujer y al hombre casados. Se trata de una decisión romántica y épica porque,
como se ha escrito, la fidelidad es el nombre del amor en el tiempo.
También hay personas no casadas que pueden
estar comprometidas con causas que comprometen la vida entera. Pueden ser causas
buenas, incluso excelentes. No están reservadas para corazones secos; en muchos
casos las asumen personas de un gran corazón.
No comprometerse, ir uno a lo suyo, buscar
convulsamente la propia felicidad, parece un camino auténtico. Sin embargo, es
un auténtico engaño. Como decía Saint Exupéry, el ser humano es el que crea
lazos. Sin lazos, la persona termina en la amargura de la soledad.
El precio de la felicidad no será siempre
un montón de beneficios. Puede haber momentos difíciles y duros contratiempos.
Pero siempre quedará la aventura humana y familiar de haber seguido, por los
mares del mundo, una gran estrella que me ha guiado. Una estrella luminosa y comprensiva,
que redirecciona nuestras desviaciones y errores, por muy serios que sean.
Parece pequeña, pero es un astro enorme; capaz de orientar al más perdido, encontrando
soluciones, si decide volver por la ruta llevadera, humilde y valiente de la
fidelidad.
José Ignacio Moreno Iturralde