Nací en un mundo feliz en el
que una madre y un padre se unían para toda la vida y protegían a sus hijos. En
la infancia, no sólo mi familia sino toda la calle era feliz. El frutero, un
tipo francamente simpático, era un destacado representante de la alegría de mi
barrio. En navidades, las angulas no tenían un precio prohibitivo como ahora.
Las cenas familiares eran muy ricas y entrañables, aunque entre sus ingredientes
estuviera el poco agraciado “cardo”, por alguna tendencia culinaria histórica,
algo injusta.
Los
hijos de los vecinos de distintos pisos nos reuníamos a jugar a las chapas, con
las que hacíamos fantásticos campeonatos de fútbol: dos equipos de once chapas,
dos porterías y un garbanzo por balón. Cuando las chapas se forraban con las
telas de diversas selecciones nacionales, nuestro entusiasmo era incontenible.
En aquél fútbol ancestral lo verdaderamente importante era participar.
Los
días y las noches transcurrían en una seguridad familiar tan maravillosa como
inconsciente. Hasta los periodos de enfermedades infantiles tenían el encanto
de unas confortables horas de sueño o de lectura de tebeos. Algún libro caía
entre las manos: lo más importante siempre eran los dibujos y la portada. La mágica noche de
Reyes Magos, con su embrujo y encanto,
era incluso superior al venturoso descubrimiento de los juguetes a la mañana siguiente.
El
colegio debía tener su componente latoso, pero tras terminar las vacaciones de
verano se llegaba a la escuela con verdadera ilusión por volver a ver a los
compañeros. Aunque, realmente, las vacaciones eran mejores. En una familia de
clase media, como la mía, íbamos a veranear a un pueblo de la sierra de Madrid.
Atrapar ranas en las charcas, ir en busca de unos pájaros llamados verdines y
subir agrestes peñas, era el ejercicio preferido de nuestros músculos
infantiles. Resulta asombroso como, en pleno verano y nada más comer, se
organizaban unos apasionantes partidos de fútbol, donde corríamos de lo lindo
sin cortes de digestión ni desvanecimientos. Algunas mañanas estivales se
iniciaban a la una del mediodía, al abrir las contraventanas de la habitación
que dejaban paso a una intensa y diamantina luz.
Todo
este muestrario de felicidades tenía algún contrapunto. Recuerdo como en una
carrera de bicicletas por la urbanización serrana, sufrí un encontronazo
directo contra una valla. Los rasponazos y la sangre eran sin duda
desagradables, pero tenían su lado estimulante. A los pocos minutos uno estaba
listo para volver a la carga. También era posible que la lesión implicara más
trámites. Por ejemplo, si uno se descalabraba al caer de espaldas contra una
pared rugosa, no había más remedio que acudir al médico para coser la cabeza
herida.
De
vuelta al colegio no todo eran parabienes. En cierta ocasión, teniendo unos
seis años, un buen profesor nos dio a unos cuantos alumnos un par de bofetadas
por mal comportamiento. Aquél tipo hubiera sido recordado como un gran profe,
sino fuera por haber cometido ese error. En fin, eran épocas en las que se
consideraba que un par de bofetadas a tiempo, o a destiempo, pueden venir bien.
Sinceramente pienso que no es así.
Vivíamos
en un mundo en el que no nos faltaba nada de lo necesario, donde mandaban los
buenos, y en el que nuestras tareas escolares y juegos colmaban nuestras
aspiraciones. Alguna pequeña tragedia podía verse cuando una mujer dejaba por
primera vez a su hijo pequeño en manos de una profesora de párvulos, momento en
el que el chiquillo gritaba como un descosido al verse separado de su madre. Se
trataba de separaciones muy pasajeras, porque la separación definitiva de una
madre y su hijo, si es que puede existir, es algo muy doloroso.
No
había ordenadores y las canicas ocupaban un lugar destacado en los pasatiempos
entre amigos, y entre padre e hijos. Una tarde de gala era la dedicada a ir al
cine, donde para un niño de entonces ver una película de dibujos animados de
Walt Disney, como “La dama y el vagabundo” o “Ciento un dálmatas”, se
aproximaba a la felicidad navideña. Tampoco sería justo olvidar el papel del
intercambio de cromos entre los compañeros de colegio. Aquellas pegatinas
codiciadas, que coloreaban los álbumes, podían considerarse como oro en paño
para los jóvenes coleccionistas.
Todas
estas cosas han sido conocidas y vividas por millones de personas. Pero si no
se recuerdan, pueden olvidarse en nuestro mundo de hoy. En aquellos tiempos,
cuyo recuerdo no pretendo que sea un ejercicio de nostalgia, estaba lleno de
personas con almas grandes, engalanadas con la fantástica policromía del hogar,
aquel lugar al que de alguna manera se vuelve si se salva el alma.
En
ese mundo infantil, el misterio del dolor hacía inesperado acto de presencia
con el mazazo de la muerte de algún ser querido, como un abuelo. El nieto se
queda entonces sin palabras, tiende a no pensar, a pasar página y a olvidarse
si pudiera. Los pensamientos del chaval sobre la muerte son demasiado frágiles
ante la densidad de la vida, pero comienzan a formar parte de su espíritu
humano. Las oraciones del niño, repletas de sencillez, tienen su lógica: la de
un ser minúsculo en un universo gigantesco. Pero un ser cuyo chispazo racional
y afectivo vale más que todas las galaxias, ¿no lo creen así?
Toda
una corte de tíos, tías, primos y primas rodeaba, en una segunda muralla, a la
ciudadela interior de padres y hermanos, en la que no entraban cocodrilos por
el foso; ésos llegan en la adolescencia, una edad que se puede estar
prolongando en las últimas décadas. La primera juventud, desde los doce a los
dieciocho años más o menos, no se reduce al consabido cóctel de pubertad,
crisis de identidad, afán de figurar, tensiones familiares y diversos
enamoramientos. El núcleo de la cuestión, a mi juicio, está en el ejercicio o
negación de la generosidad: en la voluntad de dirigir la vida hacia horizontes
de grandeza o, por el contrario, hacia satisfacciones baratas. Existe una frase
interesante que, aunque no haya que tomársela al pie de la letra, da que
pensar: “el que de los dieciséis a los diecinueve años no hace una cosa grande
en su vida, ya no la hace nunca”.
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