La superstición del divorcio es el título de un
libro del ya varias veces citado Chesterton. Algunas de las siguientes ideas
son de él. Hay personas que consideran el matrimonio, especialmente el
canónico, como una ceremonia supersticiosa e incluso algo hipócrita. Harían
bien en pararse a pensar por qué. Sin embargo, la institución matrimonial ha
dado durante los siglos estabilidad personal y múltiples frutos. Nadie maduro
duda de los momentos de dureza y monotonía de la vida matrimonial; como tampoco
nadie duda de que a cualquier madre o padre maduro le importa bastante más la
vida de su hijo que la suya propia. Sin embargo, aguantar mecha no parece hoy
al alcance de muchos: se dicen, “hay un magnífico remedio, el divorcio. Volver
a empezar. Otra nueva posibilidad para el amor”. Pero el amor humano no es el
encuentro furtivo de dos arenques en el mar. Amar es compartir la propia
personalidad. Al segundo esposo o esposa le está vedada la personalidad
compartida con el anterior. Está estadísticamente demostrado que el divorcio
engendra más divorcio y ello se debe a que una biografía rota es mucho más
frágil para volverse a romper. La creencia en el divorcio como amuleto de
salvación no deja de suponer una especie de religiosidad supersticiosa para con
uno mismo; es una clase de opio del pueblo para momentos de especial
materialismo y falta de ideales.
Algunos
gobiernos se apresuraron a eliminar los engorrosos trámites del divorcio:
“felicidad cuanto antes”. No debe haber espacio para la reflexión, para la
consideración responsable de que con las propias decisiones me juego la
veracidad de mi vida. No sospechan tales gobernantes que este tipo de leyes
sentimentales se transforman en varapalos de hierro contra la mujer y el
hombre. Las personas, gracias a Dios, tenemos corazón. Pero es el cerebro quien
debe guiar. ¿Acaso no trastorna la pasión a la inteligencia? ¿No es verdad que
tras varios días o meses desde que surgió la indignación, nos damos cuenta de
que gran parte de la culpa fue nuestra?
¿Es
contrario a democracia preguntarse por qué se produce tantas separaciones y
divorcios? No vaya a ser que contrapongamos democracia a inteligencia. Quien se
ha rebelado contra la familia a lo largo de la historia se ha rebelado contra
la humanidad: Lo demuestran tanto los sistemas esclavistas, el socialismo
comunal, el capitalismo salvaje, y últimamente la sociedad del bienestar, en la
que con frecuencia se está tan mal.
Sí,
de alguna manera la entrega para siempre se nos aparece como un imposible para
nuestras propias fuerzas; pero, sin embargo, es para lo que estamos hechos.
Alguien escribió: “te amaré por tu fidelidad y te seré fiel por tu amor”. La
fidelidad es la cadena clavada en la roca que nos impide caer al vacío en plena
ascensión alpina, mientras que la infidelidad es la soga del ahorcado: pretende
correr con el caballo de la felicidad y cae a plomo ante el vacío que no le
sustenta.
Nadie
duda de casos de nulidad, ni de situaciones dramáticas, pero lo más dramático
es una legislación de nula inteligencia, que hace de la excepción el contenido.
¿Tenemos dudas? Pongámonos en el lugar de nuestros mayores, a los que cada vez más llevamos a residencias
geriátricas –un posible futuro para nosotros-, y preguntémonos cuál es el valor
de la fidelidad matrimonial, y de las mejores circunstancias para la educación
de nuestros hijos.
Los hijos crecen felices al
abrigo del amor entre su madre y su
padre. De tal manera que mujer y hombre ya no son dos, sino uno en un fruto
común: el amor que puede convertirse en hijos. Así se cumple, además, uno de
los fines del amor: liberarse de uno mismo.
Es
verdad que el matrimonio tiene bastante de superación; quizás en algún momento
o temporada se trate de un esfuerzo difícil. Sin embargo, los defectos del
esposo y los de la esposa no son contrarios a la familia: los cantos, en la
rueda de la almazara, van adquiriendo una forma más pulida y amable, al tiempo
que destilan el aceite de la oliva; el aceite que condimenta la vida.
El matrimonio –toda la vida
a una carta- es el cepellón necesario para que surja la aventura del
crecimiento del árbol familiar. Tal vez no crezca un ejemplar muy imponente.
Quizás su tronco puede torcerse y enderezarse de nuevo adoptando una forma más
caprichosa. Pero si está bien enraizado, aunque sea chaparro y discreto, puede
cuajarse de frutos y ser el árbol de la vida.
Si
los árboles renuncian a enraizarse; si juegan a disfrutar del bosque, alocados
de un lado para otro, terminan marchitándose: sin savia, sin fruto, sin vida.
Puede que alguna vez la familia sea un lugar ingrato que induzca al suicidio.
Incluso el hogar puede romperse –habría que ver por qué- y dejar el sinsabor de
un funesto destino. Qué resplandeciente puede aparecer una maravillosa aventura
romántica prohibida y alternativa al matrimonio, donde esperan –conocidos al
milímetro- los límites del cónyuge. Pero optar por la familia será siempre
elegir lo más humano: atreverse a la aventura de enamorarse, de entregarse para
siempre.
No se
puede renunciar a la luz intentando fabricarse atractivos microclimas hechos a
la propia medida. Si el árbol -en su frondosa autonomía- no acepta la luz; si
no la pide de rodillas, se pudre y se muere: sinceramente pienso que es lo que
está ocurriendo en la actual crisis familiar.
Siempre es tiempo de mirar hacia arriba, de reconstruir las virtudes, de
buscar con hombría y feminidad el calor de la vida. Así resurgirá la cara del
niño gafotas -al que le falta un diente-
pidiendo la merienda a su madre, el rostro de princesa de una hija íntimamente
querida, y el semblante de la persona amada que activa todas las energías del
corazón.
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