Saturday, February 02, 2013

El divorcio es el problema, no la solución


La superstición del divorcio es el título de un libro del ya varias veces citado Chesterton. Algunas de las siguientes ideas son de él. Hay personas que consideran el matrimonio, especialmente el canónico, como una ceremonia supersticiosa e incluso algo hipócrita. Harían bien en pararse a pensar por qué. Sin embargo, la institución matrimonial ha dado durante los siglos estabilidad personal y múltiples frutos. Nadie maduro duda de los momentos de dureza y monotonía de la vida matrimonial; como tampoco nadie duda de que a cualquier madre o padre maduro le importa bastante más la vida de su hijo que la suya propia. Sin embargo, aguantar mecha no parece hoy al alcance de muchos: se dicen, “hay un magnífico remedio, el divorcio. Volver a empezar. Otra nueva posibilidad para el amor”. Pero el amor humano no es el encuentro furtivo de dos arenques en el mar. Amar es compartir la propia personalidad. Al segundo esposo o esposa le está vedada la personalidad compartida con el anterior. Está estadísticamente demostrado que el divorcio engendra más divorcio y ello se debe a que una biografía rota es mucho más frágil para volverse a romper. La creencia en el divorcio como amuleto de salvación no deja de suponer una especie de religiosidad supersticiosa para con uno mismo; es una clase de opio del pueblo para momentos de especial materialismo y falta de ideales.

          Algunos gobiernos se apresuraron a eliminar los engorrosos trámites del divorcio: “felicidad cuanto antes”. No debe haber espacio para la reflexión, para la consideración responsable de que con las propias decisiones me juego la veracidad de mi vida. No sospechan tales gobernantes que este tipo de leyes sentimentales se transforman en varapalos de hierro contra la mujer y el hombre. Las personas, gracias a Dios, tenemos corazón. Pero es el cerebro quien debe guiar. ¿Acaso no trastorna la pasión a la inteligencia? ¿No es verdad que tras varios días o meses desde que surgió la indignación, nos damos cuenta de que gran parte de la culpa fue nuestra?

          ¿Es contrario a democracia preguntarse por qué se produce tantas separaciones y divorcios? No vaya a ser que contrapongamos democracia a inteligencia. Quien se ha rebelado contra la familia a lo largo de la historia se ha rebelado contra la humanidad: Lo demuestran tanto los sistemas esclavistas, el socialismo comunal, el capitalismo salvaje, y últimamente la sociedad del bienestar, en la que con frecuencia se está tan mal.

          Sí, de alguna manera la entrega para siempre se nos aparece como un imposible para nuestras propias fuerzas; pero, sin embargo, es para lo que estamos hechos. Alguien escribió: “te amaré por tu fidelidad y te seré fiel por tu amor”. La fidelidad es la cadena clavada en la roca que nos impide caer al vacío en plena ascensión alpina, mientras que la infidelidad es la soga del ahorcado: pretende correr con el caballo de la felicidad y cae a plomo ante el vacío que no le sustenta.

          Nadie duda de casos de nulidad, ni de situaciones dramáticas, pero lo más dramático es una legislación de nula inteligencia, que hace de la excepción el contenido. ¿Tenemos dudas? Pongámonos en el lugar de nuestros mayores, a los  que cada vez más llevamos a residencias geriátricas –un posible futuro para nosotros-, y preguntémonos cuál es el valor de la fidelidad matrimonial, y de las mejores circunstancias para la educación de nuestros hijos.

Los hijos crecen felices al abrigo  del amor entre su madre y su padre. De tal manera que mujer y hombre ya no son dos, sino uno en un fruto común: el amor que puede convertirse en hijos. Así se cumple, además, uno de los fines del amor: liberarse de uno mismo.

          Es verdad que el matrimonio tiene bastante de superación; quizás en algún momento o temporada se trate de un esfuerzo difícil. Sin embargo, los defectos del esposo y los de la esposa no son contrarios a la familia: los cantos, en la rueda de la almazara, van adquiriendo una forma más pulida y amable, al tiempo que destilan el aceite de la oliva; el aceite que condimenta la vida.

El matrimonio –toda la vida a una carta- es el cepellón necesario para que surja la aventura del crecimiento del árbol familiar. Tal vez no crezca un ejemplar muy imponente. Quizás su tronco puede torcerse y enderezarse de nuevo adoptando una forma más caprichosa. Pero si está bien enraizado, aunque sea chaparro y discreto, puede cuajarse de frutos y ser el árbol de la vida.

          Si los árboles renuncian a enraizarse; si juegan a disfrutar del bosque, alocados de un lado para otro, terminan marchitándose: sin savia, sin fruto, sin vida. Puede que alguna vez la familia sea un lugar ingrato que induzca al suicidio. Incluso el hogar puede romperse –habría que ver por qué- y dejar el sinsabor de un funesto destino. Qué resplandeciente puede aparecer una maravillosa aventura romántica prohibida y alternativa al matrimonio, donde esperan –conocidos al milímetro- los límites del cónyuge. Pero optar por la familia será siempre elegir lo más humano: atreverse a la aventura de enamorarse, de entregarse para siempre.

          No se puede renunciar a la luz intentando fabricarse atractivos microclimas hechos a la propia medida. Si el árbol -en su frondosa autonomía- no acepta la luz; si no la pide de rodillas, se pudre y se muere: sinceramente pienso que es lo que está ocurriendo en la actual crisis familiar.  Siempre es tiempo de mirar hacia arriba, de reconstruir las virtudes, de buscar con hombría y feminidad el calor de la vida. Así resurgirá la cara del niño gafotas  -al que le falta un diente- pidiendo la merienda a su madre, el rostro de princesa de una hija íntimamente querida, y el semblante de la persona amada que activa todas las energías del corazón.

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