El estilo puede ser una mezcla de genio y figura, por una parte, y de aprendizaje, por otra. Si en las olimpiadas, un gimnasta en ejercicio de suelo, hubiera “roto el saque” comiendo hamburguesas al realizar su ejercicio, le habrían dado como mucho un laurel y una servilleta, pero no una medalla. Si un torero en apuros matara a balazos a un toro en Las Ventas, el “paseillo” terminaría en la fuente más cercana.
La
destreza, el oficio, el buen hacer,
requieren mucho tiempo de trabajo y disciplina. La propia categoría
moral no se improvisa: si ponemos nuestro fin en motivos nobles nos
ennoblecemos y si el único proyecto de nuestra vida fuera buscar lobos
acabaríamos aullando.
La
robustez ágil de un temperamento grato no tiene mucho de genética sino de
virtud. El espíritu de sacrificio combinado con la alegría es una asignatura
hueso que hay que intentar aprobar cada jornada. El buen gusto tiene mucho de
gusto bueno; es decir: no es espontáneo sino cultural; hay que aprenderlo. Por
esto, una cultura de la espontaneidad es una falsa cultura. Quisiera romper el
refrán de que sobre gustos no hay nada escrito. Es verdad que el gusto personal
tiene algo de espontaneidad inexpresable, pero no se reduce a ella. Una gran
marea de espontaneidad sin cánones acaba siendo transformada por ciertos
capitalistas, o incluso por instituciones, en chabacanería social.
Un
ejemplo: la instalación, con dinero público, de comprensivos centros de salud
expendedores de la píldora del día después. Pienso que aquí se llega a la
apoteosis de la chabacanería: la subvención estatal de la reducción del amor a
afectividad genital. Sin pechar con la responsabilidad personal se elimina al
embrión que resbala mortalmente de un útero nada materno ni espontáneo. Lo que
realmente haría falta es la píldora del día antes compuesta de sentido común,
autocontrol y autoestima; además es gratis y no necesita receta médica.
Si el
estilo más importante es el de la propia personalidad, ni la espontaneidad
afectiva ni la zafiedad son sus mejores aliados. Aprender inglés cuesta
esfuerzo; hacer un régimen también. En esta vida no se regala casi nada, y
mucho menos la propia categoría personal que tanto bien puede hacer a otros.
Mucha gente hemos visto a
familiares con cucuruchos de colores en la cabeza, rodeados con mesas llenas de
medias noches de jamón de York, patatas fritas y bebidas refrescantes en
fiestas de cumpleaños. Las clases medias han dado mucho de sí en esto de
celebrar la vida con manteles de colores, matasuegras, e idas y venidas a las
casas de los primos y los tíos.
Hoy hemos progresado mucho y
somos más conscientes de la “masa” de pobres del planeta. En los pasados años
sesenta, y antes, algunos sesudos y millonarios señores dijeron: “somos tan
ricos que vamos a ocuparnos de que los pobres sean menos pobres”. Así ha sido,
en efecto, puesto que la propuesta se encaminaba no a enriquecer a los pobres
con empresas e ingenierías, sino a diezmarlos demográficamente con unas
“científicas” políticas antinatalistas, cuyas bondades lógicamente deberían
costear en parte los pobres “beneficiados”, esterilizados, planificados y
tabulados.
Hoy se desea no estropear la naturaleza;
salvo la de los propios chavales tomando alucinógenos en las discotecas, y la
de las niñas recibiendo peligrosas descargas hormonales tras la correcta
ingesta de la píldora del día después. Con una lógica demencial se extiende la
idea del preservativo como una suerte de remedio mágico, para mentes poco
inteligentes y virtuosas. No se entiende que la pureza es el mejor ambiente
para la pasión. Muchos no alcanzan a concebir la idea de la concepción como un
amor que se hace pureza y, por eso, vida.
Cualquier ciudadano gordo y
desentrenado brama como un coloso ante
su hija en peligro; desarrolla una agilidad superior a la de Spiderman para
llegar al hospital en que han ingresado a su mujer que pasa por un apuro, y
prefiere cien veces la vida de su hijo enfermo que la suya propia. Ante esta
verdad profundamente humana, sin embargo, surgen periodos de la historia que
recurrentemente olvidan la categoría fantástica del ser humano y se
caracterizan por una ignorancia, chabacanería y cinismo, en los que se esconde
su clamorosa debilidad. Porque llega un momento en que no se puede seguir
manteniendo por más tiempo una mentira en el fondo del corazón, y se anhela
resucitar; resucitar a la vida, a la compañía, a la fidelidad, al hogar.
Lo que es de vital importancia es
que los partidarios de la concepción, de la encarnación de la vida, ya que es
nuestro el futuro, no dejemos de sembrar referencias para que quien quiera
pueda, no sin lágrimas en los ojos, volver a sonreír, a saberse querido,
aceptado por algo que jamás se podrá extinguir pues es más íntimo al ser humano
que si mismo: la familia; la familia que
da vida. Toca a todo hombre y mujer de bien volverla a poner en el lugar social
y legal que se merece.
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