Toda la entidad de la vida humana se relaciona
directamente con la familia y la familia con el amor. Si no se sabe qué es el
amor, no se sabe lo que es la familia y así tampoco se sabe quién es uno mismo.
Hay
que redescubrir la magnitud formidable de traer un hijo al mundo. Esto es así
si a cada vida humana se le respeta su dimensión vocacional, la posibilidad de
hacer de su existencia una aventura en servicio de una causa noble. La
vocacionalidad de la vida humana sólo se entiende permitiendo la existencia de
algo que no controlamos: la providencialidad. Un mundo sin providencialidad es
un mundo hecho completamente por nosotros mismos; es decir: un mundo en que nos
ahogamos porque no puede haber aventura. Los imprevistos, frecuentes e
inevitables, se convierten entonces en algo placentero o repugnante, pero -en
cualquier caso- incomprensible.
La
ausencia de providencialidad lleva al olvido de la vocacionalidad. La atención
se centra en el interés que necesita del dominio y del consumo: el dominio como
meta y el consumo como medio. El ideal de servicio se valora en unos raptos de
nostalgia y se practica en algunas dosis intermitentes de misteriosa eficacia
tranquilizadora: se dan retales, en ocasiones generosos; pero no se da la tela.
Así no se entiende una opción de servicio íntegro como modo de vida propio,
porque es imposible sin vocación ni providencia.
Si
quiero dominar completamente la trayectoria de mi vida, si quiero ser
totalmente autónomo, si quiero ser autor y actor al mismo tiempo, no puedo ser
elegido, no puedo ser dotado de sentido desde fuera de mí mismo, no puedo ser
transformado por el amor de alguien hacia mí.
Si mi
medio de vida es sólo consumista, el amor queda reducido a afectividad egoísta:
a una suerte de apetito –refinado, en el mejor de los casos, por sentimientos
satisfactorios-. Este falso amor no supone darse, sino solo recibir. Es un amor
cuyo fruto no se desea. Ese fruto es la piedra de toque del amor, porque su
aceptación y cuidado conlleva sacrificio y generosidad. La biología, ingenua e
inconsciente, transmite la vida porque el amor debería dar vida, vida valorada
y querida.
Lo verdaderamente
apasionante es nacer, incluso en condiciones difíciles, que penden de la
providencia. Es normal que en las historias que merecen la pena, haya pena. El
amor, para no perder su identidad, respeta la vida. La nueva vida humana se
respeta por sí misma: esa es la condición de la familia. Los hijos nacen y se
educan en un ambiente donde son tan queridos como exigidos, tan seguros en
reivindicar los bombones como pesarosos por las consecuencias de no haber hecho
la tarea. Los hijos encuentran en su madre y en su padre la raíz providencial
de su vocación a ser hombres: de su vocación a amar.
Hoy se oye poco la palabra
romántico. Puede sonarnos a un enamoramiento sorpresa, a una sorpresa cursi, o
a dar la vida por un ideal; cosa que para algunos es una provocadora sorpresa.
Pensaba referirme ahora a este último significado.
Cuando
se busca el bien, en vez de sólo evitar el mal; cuando se sigue la pista a una
verdad, en vez de limitarse a detectar mentiras, se desencapotan las nubes y se
abre una panorámica por la que avanzar. Cualquier cosa que hace el protagonista
de una película para rescatar a su hija secuestrada es algo romántico. Mucho se
agradece que no haya secuestros; no ocurre lo mismo con que no haya hijos.
Cuando no se quieren los hijos, no hay ni motivo para la aventura ni romance de
ninguna clase. Como es lógico sería burdo atribuir esto a personas que han
dedicado sus vidas a otros nobles ideales al servicio de los demás, que
excluyen la formación de una familia.
El
problema es anterior. Citaré a Chesterton: “echar al correo una carta y casarse
figuran entre las pocas cosas que nos quedan enteramente románticas, porque
para ser enteramente romántico una cosa debe ser irrevocable”. En bastantes
casos esta expresión no es que haya sido superada sino que no hay categoría
humana para afrontarla: no se juega la vida a una carta.
Es verdad que existen las
tristezas de un matrimonio mal avenido, los problemas de un futuro parto, y las
rebeldías severas de un hijo adolescente desagradecido. Pero en todos estos
casos, podemos seguir adelante con el guión de la película que nos ha tocado
vivir. Ese “me ha tocado” es lo que algunos no pueden soportar.
Cuando
se rompen muchos matrimonios, cuando se pierde la capacidad de jugarse toda la
vida a cara y cruz, cambian las reglas del juego. Es más: ni siquiera hay juego
ni ganas de jugar. Cada nuevo hijo es un reaseguro de la fidelidad, de algo que
algunos, tristemente, consideran inseguro. Por esto, la lógica de una
pretendida prudencia considera irresponsable traer “demasiados” hijos al mundo.
Más aún: cuando se sustituye el matrimonio por una convivencia afectiva sin
compromisos nucleares, surge una novedosa y estéril mentalidad. Lo que se
pretende es ser sinceros, verdaderos y, sin embargo, es precisamente de lo que
se huye. Toda persona está llamada, como tal, a llegar más allá de sus
posibilidades; pero eso sólo lo puede hacer amando, es decir: entregándose.
Podrá ser engañada pero en su vida no hay engaño, como el que existe en la vida
de los que jamás se arriesgan. Este salto de confianza, que nada tiene que ver
con ingenuidades bobas, requiere de motivos, de bienes y de verdades que lo
apoyen y justifiquen, de credenciales y signos de identidad que pueden
respirarse en el ambiente social. Una sociedad democrática se degenera cuando no
hay valores fundamentales comunes, porque no hay nada que compartir salvo los
intereses de grupos.
Existe
una manera eficaz de reemprender el diálogo sobre la verdad y el bien: el
propio ejemplo. Es probable que no salga en televisión…Quizás así será más
sincero y, probablemente, más romántico. Cuando hay verdades comunes hay bienes
y penas que compartir, hay familias románticas y realistas que dan frutos de
fecundidad, de seguridad y buen humor.
El secreto del éxito de una vida
con tantos condicionamientos es hallar algunos principios intocables. Entre los
que se pudieran buscar destacan la paternidad, la maternidad y la filiación.
Madres no hay más que una; padres no hay más que uno; y cada hijo es único para
su padres. Cualquiera de ellos puede ser bueno o malo, un puritano o un pagano,
un temperamento o un “marmolillo”; pero lo que siempre será es padre, madre o
hijo. Ese triángulo de la vida es mayor que cualquier sentimiento o apetencia.
La paternidad-maternidad y la filiación son los ejes de una brújula que señala
algo más allá de sí misma: un norte de amor que apunta más alto que las
estrellas.
Aunque acabe en la cárcel, o gane
el premio Nobel, cuento con mi identidad filial; con mis coordenadas de
referencia en este mundo. Pero las referencias no son elegidas por mí: nadie
desecha un plano para salir de un bosque o un desierto desconocido, confiando
en su intuición; nadie, excepto un loco. Aceptar el mapa de la vida es tan poco
libre como preguntar por una calle que se desconoce, y tan responsable como
parar ante una señal que impide el salto a un abismo.
Cuando una civilización, como la
nuestra, condiciona los principios incondicionados de la paternidad, la
maternidad y la filiación, los desvirtúa, porque éstos se basaban en una
confianza absoluta. Una sociedad en la que cunde la desconfianza es una
sociedad que no aprecia lo que es ser fiel y, sin este firme baluarte de
esperanza, no se puede vivir tranquilo. Aparecen entonces la acción frenética, el desencanto
enfermizo, la esterilidad y la soledad.
Los principios más inocentes y
traicionables son nuestras más íntimas fuerzas. La ingenuidad de la inocencia
es el fundamento de todo derecho digno. Inocencia que, al ser tantas veces
despreciada, parece manifestar su debilidad, pero terminará por demostrar su
tremenda fortaleza. Pero la inocencia no puede morir definitivamente porque es
la bandera inmortal de la naturaleza humana y aunque nuestra paradójica
condición se vuelva contra sí misma no se puede autodestruir totalmente, del
mismo modo que no se auto-creó. Sólo esa inocencia es eterna: si no lo fuera, todo el mundo
sería una mentira; pero la mentira es incapaz de engendrar realidad y vida. Es
por lo que un mundo con tanta mentira distorsiona la familia y mata la vida.
Sin embargo, la mentira se devora a sí misma y, en su trágica y suicida
inmolación, sólo sirve para marcar el límite de las sombras ante la luz; la luz
del hogar: del padre, la madre y los hijos.
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