Los límites pueden ser
vistos, a veces con acierto, como injustos pesos para la libertad. Pero los
límites suponen precisamente, en muchas otras ocasiones, las condiciones de
posibilidad de nuestra libertad personal. Hasta tal punto es importante este
tema que el respeto o la trasgresión de los límites es una de las cuestiones
humanas más decisivas. Los límites impuestos por ideologías totalitarias y
sistemas injustos son radicalmente despreciables, como nos ha enseñado el duro
siglo XX. Pero ahora se pretenden franquear los límites de la propia
naturaleza. El llamado progresismo se caracteriza, entre otras cosas, por el
desafío a los límites naturales. Quisiera destacar dos cuestiones directamente
relacionadas con esta problemática: la salud reproductiva y la ideología de
género.
La salud reproductiva es un
término que poco tiene que ver con una reproducción saludable. Se trata más
bien de desvincular, de una vez por todas, la sexualidad de la reproducción:
tener relaciones sexuales sin riesgo de tener hijos, siempre que así se deseé,
ni enfermedades. Para esto se fomentan las medidas antinatalistas:
anticonceptivas y abortivas. Se trata de desvincular dos aspectos unidos por la
naturaleza porque no hay ningún motivo para respetar la naturaleza. Lo
paradójico de esta cuestión es que el hombre se reduce a sí mismo a naturaleza
biológica sofisticada, al no reconocer nada por encima de la naturaleza. El
problema de fondo que surge es que si no respeta a su naturaleza, no tendrá por
qué respetarse a sí mismo. Por este motivo, es más sencillo promover el
desarrollo de los pobres reduciendo su natalidad, que invirtiendo dinero y
esfuerzos en poner en marcha su educación y economía.
La
ideología de género supone la libre elección del propio sexo al margen del que
se tenga por naturaleza. Se considera un amor maduro al que existe entre
homosexuales o transexuales; tan maduro como desvinculado de la tutela de la
naturaleza; esa antañona y antipática madrastra. No deja de ser curioso que
todo género viene de una generación, y que toda generación proviene
necesariamente de un elemento masculino y de otro femenino. De este modo la
ideología de género es la de un género que no genera, que es estéril,
infecundo. El amor, así entendido, no es fructífero, no se encarna; el amor es
ahora afecto y deseo. Este deseo es consciente de su falta de herencia propia,
de surco, de estela; por eso, en el fondo, es un amor a la desesperada, algo
que no puede dejar con paz al corazón.
Los límites de la naturaleza
no son siempre saludables, como podemos observar en las enfermedades heredadas.
La naturaleza no es perfecta, como pone de manifiesto cualquier catástrofe
geológica. De esas calamidades no tenemos culpa y nos sentimos urgidos a
remediarlas en la medida de nuestras posibilidades. Sin embargo, lo que resulta
equivocado a la vista de la historia es no verificar las deformaciones de
nuestro exceso de ambición y de nuestra falta de ética. Romper los diques de
nuestras leyes naturales de reproducción e identidad sexual puede parecer
auténtico y progresista, pero es tan peligroso como romper los diques de los
Países Bajos.
Detrás de toda esta cuestión late el problema del respeto. Si la
naturaleza humana no es digna de respeto; tampoco lo puede ser el hombre mismo
en su íntegra biografía. Por este motivo, la humanidad tiende a restringirse a
sus momentos de apogeo material y a no considerarse como una instancia
incondicionada al margen de su calidad de vida: recuérdese el problema de los
embriones humanos congelados, el hambre insuficientemente atendida de los
países marginados, o el fomento de la eutanasia. Tras la defensa de la
autonomía personal a ultranza hay un criterio insolidario con los más
necesitados.
Progresar no es dejar de ser hombres y mujeres. Progresar es partir de
lo que somos, aceptarnos en nuestra naturaleza –no sin esfuerzo y lágrimas,
porque tenemos defectos y carencias- para entrar en armonía con todo lo demás;
y así poder contemplar con alegría de gratitud un cosmos cuajado de sentido, en
ocasiones misterioso, donde ser feliz es algo posible para el espíritu humano.
La filiación supone un enraizamiento
insustituible en la vida para desarrollar la propia personalidad. Es cierto que
existen matrimonios que no se llevan bien o que es mejor que un niño esté con
una pareja de homosexuales que en la calle. Tan cierto como que la paternidad y
la maternidad son una cosa muy distinta a una tutoría o una amistad. La
filiación tiene sus raíces biológicas y espirituales en la complementariedad
madre-padre. Pienso que las adopciones por parte de homosexuales suponen algo
distinto a la filiación; no por mala voluntad sino por desnaturalización. Las
adopciones hechas por un hombre y una mujer sí que pueden sustituir, por
semejanza, a la paternidad biológica. Me parece que hacer una sociedad humana
es ante todo construir un mundo de hombres y mujeres que se saben hijos.
En una sociedad democrática,
a la que queremos, no podemos imponer a nadie un conjunto de valores; del mismo
modo que no podemos tolerar, bajo ningún concepto, que se estén pisoteando los
nuestros. Considero que conviene pararse a pensar y llegar a puntos de acuerdo
sobre lo que la experiencia de miles de años nos dice a mujeres y a hombres de
cualquier raza y creencia. Voy a abordar algunas cuestiones que están afectando
nuclearmente a nuestros hijos y a nosotros mismos.
Una cosa es defender –como
es lógico- que haya legítimas alternativas al matrimonio canónico y otra muy
distinta es rebajar el matrimonio civil a un contrato rescindible
unilateralmente, sin necesidad de alegar motivo, a los tres meses. El propio
Nietzsche, un filósofo anticristiano, definió al hombre como “el ser que es
capaz de hacer promesas”. El planteamiento del matrimonio civil como la unión
afectiva y transitoria de dos personas supone algo así como una desmembración
de las paredes celulares en un organismo, lo que no hace más que iniciar un
proceso de decaimiento vital de la sociedad.
La ley que pretende igualar
las uniones homosexuales a los matrimonios va más allá. Se equiparan
injustamente dos realidades completamente distintas. La unión natural entre
hombre y mujer, abierta a la posibilidad de los hijos, y la unión de personas
del mismo sexo.
Alegar que negar el derecho
a los homosexuales a contraer matrimonio es discriminatorio, es algo así como
decir que es discriminatorio para una plaza de toros que no se pueda jugar
partidos de fútbol en ella. Conviene también recordar que en España, por
ejemplo, faltan por desarrollar
políticas familiares para un abrumador conjunto ciudadanos que se ven
necesitados de ayuda; en un país que, sostenido por familias, no hace más que
ignorar algunos de sus legítimos derechos.
Lo que realmente parece que
se está queriendo atacar es a la familia en si misma porque se ve en ella una
estructura opresora de la libertad y llena de aborrecibles hipotecas morales.
Si se la respetara no se la pretendería igualar a cosas distintas a ella.
Identificar la familia con las uniones homosexuales es similar a identificar
puertas y ventanas: el mejor modo para suicidarse.
La filosofía de género
menosprecia a la familia. Si devalúo la familia, la persona está mucho más
inerme ante las directrices del estado, que no siempre son positivas como
demuestra la historia.
Observamos una contradicción
en la pasión por el género en la nueva ley de utilización de embriones humanos.
Un embrión humano es, sin lugar a dudas, un individuo de la especie humana.
Pero por amor al progreso del género se le niega su humanidad a los embriones
-por cuyo estado hemos pasado todos- para utilizarlos como “estructuras
biológicas” al servicio de la sociedad. Sobre las legislaciones que permiten la
destrucción de embriones, el famoso pensador agnóstico Habermas ha dicho que “afectan a nuestra
auto-comprensión como especie”.
Ante este panorama, es de
una seria responsabilidad reivindicar la cultura y la educación que queremos
dar a los hijos, mediante asociaciones, esfuerzo e ingenio. Si nos
desentendemos del problema no podremos después lamentarnos de ver a nuestras
hijas e hijos con serias dificultades
–internas y externas- para formar una
familia; el último e inexpugnable baluarte contra las tiranías.
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