En toda la problemática del
derecho a la vida del no nacido subyace, en mi opinión, una cuestión profunda.
No hablo de casos aislados –todos son importantes- sino de una tendencia que
desde los años 60 del siglo pasado se ha cobrado muchas vidas humanas no
nacidas. Si se considera la vida desde una idea puramente evolucionista,
material y utilitaria, el derecho a abortar cobra pleno sentido. El derecho a vivir
mi propia vida como quiera prevalece sobre las consecuencias de ese tipo de
conducta. El embrión, feto o nasciturus, será una cosa del cuerpo de la mujer
de la que ella puede disponer según su parecer. El ser intrauterino es
considerado como un producto puramente corporal y desechable. A lo anterior se
añaden las técnicas de fecundación in vitro por las que se producen seres
humanos. Así, el hombre se convierte en objeto de producción; empieza a formar
parte de una cadena de mercado.
Muy distinta es una
concepción de la vida basada en la creación, donde el respeto a la naturaleza
humana cobra una sacralidad y una dignidad eminente. Un cosmos creado, una vida
donada, con todas sus limitaciones, supone una perspectiva de gratitud, de
acogida incondicionada, de solidaridad alegre en la entrada a la gran aventura
de nacer, de alegría. En esta visión ninguna vida humana, en el estado en que
se encuentre, es irrelevante. Entramos en el universo de las personas, donde
cada una –de algún modo- representa a las demás. Es la perspectiva del hogar,
de la familia, del amor aceptado y fecundo. Se trata de un amor verdadero
porque hace ser mejor a las personas que lo viven. Tal mundo está siendo hoy
amenazado con vehemencia. Se tilda de aburrido y sacrificado. Pero es el único
mundo que merece la pena ser llamado humano, el único mundo lleno de paz,
porque en él la persona está en armonía consigo misma y con la creación, y por
eso puede ser auténticamente libre y dichosa.
Cuando
una persona ha pasado un suceso o enfermedad que ha puesto en peligro su vida,
es experiencia común valorar mucho más las cosas cotidianas, de las que antes
se disponía sin especial agradecimiento. Salir airoso de un secuestro, o de un
cáncer, o simplemente de un fuerte dolor de cabeza, nos puede ayudar a valorar
más la vida.
La pura verdad es que nadie
es llamado a la existencia por derecho propio, sino por el amor de sus padres.
La razón de la existencia de cada uno de nosotros no es una razón de utilidad.
Nadie vive porque sea práctico que viva, aunque nuestra existencia pueda ayudar
a solucionar problemas. De esto se deduce que la actitud que se ajusta a
nuestra razón de origen es la gratitud. Se trata de algo más importante y
profundo de lo que pueda parecer a primera vista. Por supuesto que la vida trae
consigo muchos sinsabores y penas que luchamos por remediar. También es cierto
que hay que estar alerta para defender nuestros derechos frente a posibles
abusos de terceros. Marco Aurelio decía que esta vida tiene más que ver con el
arte de la guerra que con el de la danza, y puede que no le falte razón. La
vida tiene cosas duras y alberga tragedias. Pero no es menos cierto que la
inmensa mayoría de las personas prefieren vivir a no haberlo hecho, incluso
atravesando circunstancias difíciles.
Una consecuencia de lo
anterior es que si se me ha dado la vida gratuitamente, debo tener esta verdad
en cuenta a la hora de transmitir la vida. Si el depósito de mi vida me ha sido
donado, lo más coherente es que yo no niegue la vida a los propios hijos
concebidos y todavía no nacidos. Ciertamente hay motivos económicos y de otras
índoles que pueden hacer gravoso el acontecimiento de una nueva vida humana.
Pero esto debe pensarse antes, y no después de que surja la vida humana en el
seno materno. Esta ha sido la lógica de millones de familias en la historia de
la humanidad con unas condiciones de vida que no eran mejores que las actuales.
Todo este planteamiento se
refuerza si consideramos que la vida humana tiene algo de sagrado. La vida de
una persona no es meramente animal y el lenguaje de la creación envuelve en el
alma humana un espíritu tan inmaterial como nuestros pensamientos y afectos más
íntimos. No me refiero ahora a tener una confesión religiosa determinada,
compatible y complementaria con la razón, sino a abrir la ventana que nuestra
naturaleza humana tiene a la trascendencia. Una vida humana puede repercutir de
modo notorio sobre el resto de sus semejantes y, en cualquier caso, toda
persona influye en los demás de un modo imposible de abarcar. A cada uno de
nosotros nos dieron la oportunidad de escribir nuestro libro de la vida. No
parece honrado ni digno negar esa fantástica posibilidad a los seres humanos
que ya han comenzado su andadura vital, aunque sea en sus primeros pasos.
Además, la consideración del
espíritu humano como inmortal en sí mismo, y no meramente en su influencia en
la historia del mundo, cuenta con serios razonamientos sostenidos por
pensadores cristianos y paganos. Las reflexiones filosóficas acerca de la inmaterialidad
del conocimiento humano han servido para percatarse que la misma naturaleza
inmaterial e incorruptible debe tener un espíritu capaz de albergar ideas. La
consideración de que el proceso del conocimiento humano es algo puramente
fisiológico sería similar a pensar que la luz eléctrica se reduce a la
existencia de cables y bombillas. Se trataría de una mentalidad con muy pocas
luces que llenaría al mundo de oscuridad.
Tener la vida prestada es la
pura realidad. Transmitirla como una suerte de fuego sagrado que no depende de
nosotros supone una humildad inteligente que acierta con la realidad de nuestro
modo de ser. No tienen más hijos los ricos, sino los que poseen la capacidad de
entender y amar el valor de cada vida humana. La lógica de la gratitud, del que
contempla su vida como un don inmerecido, se revela como la más poderosa
riqueza para sacar una familia adelante.
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