Hemos puesto el
centro de atención de estas páginas en el respeto a la vida de los concebidos y
no nacidos. Pero también queremos ahora recordar a los que están al final de su
andadura por el mundo. Sus limitaciones y necesidades forman parte especial del
respeto y cuidado de toda vida humana.
Nuestra sociedad
tiende a medir la eficiencia, la rapidez de gestión, la facturación, a veces la
tragicómica carrera para llegar a ser el más rico del cementerio. En cualquier
sociedad humana, un pastelero invitaría a merendar al mendigo que tiene a su
puerta a cambio de que le ayudara a atender a los clientes; en la nuestra vemos
inflexiblemente lógico que no se haga así, aunque el pastelero de alto copete
esté al borde del estrés ante el local abarrotado de gente.
Los que sostienen que el hombre es
un “quiero y no puedo” ya se han encargado de explicarnos que es rancio el
discurso sobre el bien y el mal; vaya, que no es políticamente correcto pensar.
De improviso, indecentemente,
surge un hecho tozudo, irritante y parcialmente imprevisible: el dolor propio y
el ajeno. Este ilógico intruso nos atrapa, frena nuestra convulsiva carrera
hacia ninguna parte y nos obliga a pararnos y a meditar. El encuentro con el
dolor es una antesala con dos puertas: una es la desesperación y otra la
contemplación. Se trata de dos puertas incompatibles.
Todo enfermo; más aún el grave, es un
encuentro con la reflexión, con la calma, con el sentido, con una molesta y
humanizadota ruptura de planes que tonifica nuestras venas con la sangre del
nuevo Adán. Silencio, hay un enfermo…Calma, cuidado, mimo, cariño, viejas
palabras para un mundo viejo; nuevas palabras para un mundo nuevo: para un
imposible que el dolor hace realidad.
El enfermo
vegetativo –que no es el clínicamente muerto-…la vida hecha un nudo. Ante esa
provocación, choca contra un muro la estupidez y se decanta cada alma.
Brevemente recuerdo que somos los únicos seres capaces de dudar de que tenemos
alma sin darnos cuenta de que para dudar así es preciso tenerla. Sí, el dolor
hace ver la calidad perdida de nuestra moneda porque no hay cara sin cruz, al
menos cara de valía. El enfermo vegetativo es una suerte de santuario ante el
que solo cabe la contemplación o la desesperación: la humildad o la rebelión.
El enfermo es la garantía palpable de que no manejamos todos los resortes de
nuestra propia vida; y esta incertidumbre crispa a los espíritus insanos y sana a los
sensatos. El enfermo está lleno de verdad y de vida. Él es quien nos cura
vivificándonos con la verdad de que la “madurez”, basada en la total autonomía,
es una pantomima más ridícula que la de un niño pequeño que cruza una calle
infestada de coches, persiguiendo su globito azul.
La sociedad del enfermo, del
pobre, del abatido, es la sociedad de la vida, de la riqueza en humanidad, de
la alegría. Jamás han resultado atractivos unos cimientos pero, parafraseando a
Chesterton, sobre ellos se asienta la risa de los niños y el vino de los
hombres.
Nuestros
mayores, especialmente los que no se pueden valer por sí mismos, son personas
–por lo general- con muchas necesidades físicas, psíquicas y afectivas. Por
esto las residencias de personas
mayores, si no tienen una alternativa familiar mejor, reclaman una dosis de
atención y cuidados para un personal sanitario que debe ser el suficiente y
tener un buen nivel de competencia y paciencia.
La vejez tiene
que ser una etapa de especial dignidad, de final de carrera. Es inhumano
marginar a los mayores por sus limitaciones y por la generosidad que, en
justicia, nos demandan. La familia es la única sabia inversión para vivir, con
las virtudes que esto conlleva, y para morir, si fuera posible en casa: con mi
Dios y los míos.
En nuestro mundo tecnológico y
acelerado hay algo que nos humaniza, que nos revela nuestra propia y personal
entidad: el encuentro con el inocente que sufre, con el enfermo, con la persona
deprimida que reclama asistencia y esperanza. La mirada sublime del ser
querido, al que se le va la vida, nos interroga en lo más profundo del corazón.
Esa mirada tiene una dulce y arrebatadora fuerza, incomparablemente superior a
la de los razonamientos más elegantes y concluyentes. Una mirada que enlaza con
la eternidad, a la que considero fuente activa de la inocencia y la
misericordia; ya que esto es lo único digno de persistir.
Las reflexiones anteriores tienen una
dimensión práctica. La justicia y la misericordia no se excluyen sino que se
necesitan. De esto se deduce que el hombre justo es el que actúa solidariamente
con los más desfavorecidos. La solución humana es el cariño, el ánimo, la
compasión, la esperanza y, por supuesto, la medicina paliativa. La eutanasia,
el hacernos dueños de la vida y de la muerte de los seres humanos más
indefensos y menos autónomos física o psicológicamente, lleva consigo una
deshumanización. Todo ser humano es alguien de un valor incondicionado. Asumir
esta exigencia puede ser costoso y duro, pero es el precio de ser personas.
Este precio es el único que nos hace sostener una mirada de cariño esperanzado
ante los ojos de un bebé o de un anciano desahuciado; la única mirada digna del
ser humano.
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