La causa de la
defensa de la vida merece la pena: la dignidad y la nobleza del verdadero
progreso humano frente al poder del dinero y de la mentalidad materialista. No
es una tarea fácil: sólo pueden abordarla espíritus intrépidos y jóvenes. Este
empeño es un empeño de paz. No se trata de caer, jamás, en el engaño de la
violencia. Aquí no hay buenos y malos, sino vivos y muertos. El único enemigo
es el error y hemos de luchar por vencerlo.
Se pueden hacer
muchas cosas para defender la vida. Trabajar con empeño, procurar ser un buen
profesional y sentir la responsabilidad de todo hombre de bien, sea cual sea su
credo y su color, para contribuir a ayudar con esfuerzo y tiempo personales a
crear un mundo más humano, más familiar, donde cada hombre –con más motivo el
que va a nacer- sienta el calor y el apoyo de sus semejantes.
Defender la vida
humana del concebido y no nacido supone una profunda ingenuidad; tan grande que
se identifica con una profunda inteligencia. El ingenuo, el bebé, al que se
elimina legalmente, vale más que todo el universo. El triunfo aparente de la
cultura de la muerte no es más que el negativo de la foto de la vida.
El actual estado
de práctica abortista es una herida siniestra
y profunda que la humanidad enferma elige para autolesionarse. Sin
embargo, lo más profundo que existe en el hombre es algo que él no ha elegido:
la solidaridad, la ayuda, el amor que afirma la vida. Estas reglas del juego de
la existencia actúan como frontones de hierro contra las embestidas de una
libertad desarraigada y sin fruto. De toda la dura realidad del aborto no
siempre saldrá inhumana desesperación, sino también purificación, enmienda,
resurgimiento y comprensión.
La cultura de la
vida es la única que va a vivir, aunque da mucha pena tanta ceguera y
obstinación en el inaceptable olvido de la dignidad del ser humano no nacido.
La cultura de la vida nace del respeto y de la benevolencia con todas las
personas, también con las que piensan de modo distinto. Esta cultura positiva
no puede nacer del resentimiento, aunque deba exigir una reimplantación de la
justicia.
La
mayoría de los actos admirables y estimulantes de la vida no serán hoy objeto
de los titulares de prensa, ni de los espacios televisivos, ni de las páginas
web. Quedarán en la discreta conversación entre un abuelo y su nieta o en el
indiscreto y certero consejo de profesor a su alumno. Ignorar estas cosas
estupendas, personales y cotidianas, u olvidar la gratuidad de un nuevo día de
existencia, son despistes mezquinos desde los que no se puede edificar una
cultura de la vida.
Conviene pensar en qué consiste el ambiente de la vida. Pienso que el
espíritu de la vida no es otro que el
del genuino hogar. Es un espíritu vigoroso y enamorado, tierno y enérgico,
comprensivo, divertido y, ante todo, victorioso. La vida no es un episodio de
la muerte; la muerte sí es un episodio de la vida. No hicieron las tinieblas la
luz; sino la luz las tinieblas. Nerón, Hitler y toda la caterva de tiranos que
han poblado y pueblan la tierra pasaron y pasarán con pena y sin gloria. Sin
embargo la vida humana renace todos los días entre sus dudas y esperanzas,
entre sus miedos y alegrías. Porque el espíritu de la vida es lo permanente; el
que es. Por este motivo prevalece el ser y no la nada.
La
buena metafísica es la cuna de una antropología entrañable; volvamos de nuevo a
ella. El auténtico reto para la vida es la reforma del propio corazón. La
capacidad de querer a la gente, con sus
grandezas y miserias, la posesión de un espíritu apto para disfrutar y
ser feliz, el sentido práctico de la propia existencia, y el buen humor –tan
relacionado con el buen amor-, no son sólo consignas de un libro de autoayuda.
Se trata de realidades hechas vida por personas muy queridas que tal vez nos
dejaron ya en este mundo, pero cuyo
espíritu vive y ha inspirado estas palabras y otras mucho mejores que se puedan
escribir.
Creer en la vida
supone cultivar la propia con esfuerzo, saber adaptarse a los ritmos de la
naturaleza, desarrollar las propias capacidades: Tener metas, ilusiones,
esperanzas. La alegría de vivir se basa
en saberse queridos y, por lo tanto, exigidos. La familia es el lugar
privilegiado para tal convicción y actitud. En el propio hogar se expansiona la
personalidad. Se trata de una comunidad de vida, de amor, de confianza, de
esfuerzo, de fidelidad. La familia es el lugar donde se aprenden las virtudes
morales, las principales referencias de la existencia. Es en ella donde mejor
puede entenderse lo que es la gratitud.
Desde la familia y la gratitud el hombre aprende a tener una vida lograda, y a
labrar una biografía con libertad generosa, que no es fin para sí misma. En la
dicha y en el dolor, la persona aprende a ser feliz porque sabe descubrir el
sentido de sus días; sean maravillosos, duros o sencillos.
El frontal
ataque contemporáneo a la indefensa vida humana no nacida es también un ataque
a la familia. El nonato se convierte en la plasmación vital de una entrega que
no se quiere aceptar porque falta capacidad de amar. En un campo minado para la
negación a la vida, la familia no puede constituirse, y el hombre y la mujer se
agostan.
La familia ha
resistido y resistirá todas las embestidas de quienes la han atacado, porque en
ella hay providencia y semilla divina. Sigamos construyéndola y defendiéndola.
Cuando los imperios de la ingratitud se desmoronen lo único que podrá quedar
será el amor, la familia y la vida. Pero, ante tantas pérdidas, es precisa una
cultura a la altura de los tiempos y una renovada pedagogía de la vida, capaz
de crear nuevas iniciativas y consolidar otras estupendas realidades ya
existentes: redes de apoyo a la mujer embarazada, gabinetes de ayuda a la familia,
asociaciones nacionales e internacionales en torno a la defensa de la vida y la
familia, estudios científicos interdisciplinares, y asignaturas escolares y
universitarias que contengan una bioética a la altura de la dignidad humana,
son algunos ejemplos.
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