Al tener inteligencia, la
persona humana es capaz de comprender la realidad, de modificarla en función de
su interés, de establecer relaciones inteligentes con sus semejantes y de ir
gradualmente comprendiéndose a sí mismo. De las múltiples facetas que podríamos
desarrollar sobre la inteligencia, quisiera destacar una: la capacidad de
ponernos en el lugar de los demás. Esta capacidad es notoriamente significativa
para el tema que estamos tratando. No es de recibo ignorar la vida del no
nacido, cuando todos y cada uno de nosotros hemos pasado por su misma
situación. ¿Dejábamos de ser criaturas humanas por el simple hecho de que no
nos vieran la cara? Ciertamente uno puede taparse los oídos o no hacer caso de
esta reflexión, pero a costa de rebajar su categoría moral y lesionar su
dignidad personal.
Reforcemos nuestra propuesta
con un poco de filosofía. Aristóteles decía que “el ser se dice de muchas
maneras”. El parecido entre el ser humano y una piedra, por ejemplo, está al
menos en la existencia. El ser es un término que admite mayor gradualidad que
la existencia: hay seres más importantes que otros. No somos grandes vegetales
ni pequeños dioses, somos hombres.
La palabra ser parece poco
sugerente. Sin embargo, todo ser, además de un orden y un sentido, tiene una
verdad. La palabra verdad ya es más inquietante. Aristóteles dice también que
“el hombre es en cierta manera todas las cosas”. Los hombres poseemos la
capacidad de albergar ideas, incluso de representar la realidad del cosmos en
seis letras. Somos capaces de comprender algo: de ponernos en su lugar, como ya
hemos dicho. Hasta el siglo XV los hombres pensaban que era el sol el que se
movía alrededor de la tierra; sin embargo resulta que es al revés, pese a que
nuestra evidencia visual nos dice lo contrario.
Pongamos más ejemplos de
racionalidad. Un buen jugador de ajedrez no es sólo el que piensa en la próxima
jugada que él va a hacer, sino en por qué el contrincante ha hecho su último
movimiento. Un buen conductor no atiende tan sólo a lo que él hace, sino
también a lo que hacen los otros en la carretera. Ponerme en el lugar de los
demás es una actitud donde inteligencia y moralidad confluyen.
El hecho de ser racionales
nos posibilita para ser morales. Cada persona con su vida se la juega: puede
ser un santo, un mediocre o un delincuente. Contribuirá a hacer felices a otros
o a hacerles sufrir. Intentará mejorar el mundo o empeorarlo. Por eso cada
persona es valorada por sí misma; porque su vida no está determinada
absolutamente por sus instintos, sino que es libre de hacer el bien o el mal.
Aristóteles
pone un ejemplo significativo. Pertenece a la naturaleza del fuego el tender
hacia arriba. Pero si una campana de cristal se lo impide, mientras no se
extinga, ¿deja de ser fuego?...No, porque la naturaleza existe por la capacidad
de ejercitar los actos que le son propios y no porque de hecho los ejerza en
acto. La racionalidad no existe únicamente cuando se ejercita. Nadie diría que
dejamos de ser personas cuando dormimos o si, por un accidente grave, pasamos
un tiempo en coma. Se es racional no sólo por hacer actos racionales, sino por
tener capacidad de hacerlos en un futuro o por haber tenido esa facultad,
aunque ya no se pueda ejercitar por cualquier impedimento físico o psíquico.
Despreciar a la persona humana porque está gravemente enferma, o vieja, o
indefensa y no nacida en el seno de su madre, es un acto de inhumanidad que
será mejor comprendido con las siguientes reflexiones.
Una
persona representa a todo el género humano. Cuando alguien atiende a un
necesitado por la calle, todos los que lo vemos nos sentimos edificados. Esto
ocurre porque esa persona que se encuentra en apuros podría ser cualquiera de
nosotros mismos. Lo que se hace con una persona, para bien o para mal, de
alguna manera se hace con toda la humanidad. Si mi comportamiento es el
adecuado con mis semejantes, puedo convivir conmigo mismo. Si desprecio u odio
a los que me rodean no puedo ser feliz, porque así no puedo amarme a mi mismo.
Aunque consiga satisfacciones materiales en abundancia, el corazón no puede
albergar descanso porque la naturaleza racional lo impide. Por este motivo la
regla de oro de la ética afirma que debes tratar a los demás cómo quieres que
te traten a ti mismo.
Ser capaces de comprender
cada realidad, con sus limitaciones, en armonía con el universo supone
reconciliarse con el mundo. Cuentan de una mendiga a la que alguien regaló una
rosa y, como consecuencia, dejó de mendigar. Hacerse cargo de la miseria
humana, no olvidando la propia, es ser más hombre o más mujer. Atreverse a
entrar en “el concierto para violines desafinados”, del que escribió el
psiquiatra Vallejo-Nájera, supone
levantar al deprimido, reconfortar a la persona que quizás con no mucha
edad está ya partida por el eje, o comprender la grandeza de la vida de un
anciano. La misericordia es la actitud más inteligente que la persona puede
adoptar porque, entre otros motivos, no hay nada que llene de tanto sentido
como ella.
La vida del niño no nacido
merece respeto y cuidado, aunque su existencia no estuviera prevista ni sea
deseada. Aunque nadie nos deseara, cualquiera de nosotros tiene derecho a
vivir, incluso ocasionando molestia y fastidio a los demás. Sin embargo, qué
pronto suele cambiar la opinión cuando se ve la sonrisa del hijo, que antes
permanecía oculta pero expectante tras el velo materno.
El embrión es el ser humano
máximamente dependiente, totalmente necesitado. Rechazar este tipo de
planteamientos acusándolos de ñoños o de extremistas es un error que supone la
destrucción arbitraria de muchas vidas humanas. Una sociedad que no defiende la
vida humana embrionaria o intrauterina fomenta
anteponer la calidad de vida a la vida de calidad; cambia la maternidad
incondicional por una satisfacción selectiva de la vida, dejando a otros hijos
en la estacada.
La categoría moral de una
persona, y de un pueblo, se revela en el trato que ofrece a sus miembros más
desfavorecidos. En la familia se valora a cada miembro más por lo que es que
por lo que vale o lo que tiene. El planteamiento familiar no es totalmente
trasladable al conjunto de la sociedad, pero la civilización occidental ha
venido desarrollando desde hace veinticinco siglos la noción de dignidad de la
persona, la valoración de ella por sí misma y no sólo por el beneficio que
pueda producir. Una sociedad que cuida a sus miembros más indefensos constituye
un mundo en el que es grato vivir y en el que uno se siente satisfecho y
orgulloso de su nación, el lugar en el que uno nace.
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